Por Iván de J. Guzmán López

Era la tarde más feliz para todos. Uno a uno íbamos llegando, hasta llenar buena parte de la entrañable sala de conferencias de nuestra Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Tomábamos asiento de manera silenciosa, como si ello fuera la antesala de una ceremonia muy cercana al espíritu. Yo tomaba una de las sillas de adelante, costumbre que traía de mis años escolares. Los demás, aquellas que su esencia les ordenara.

A lo lejos, por la puerta que daba al área administrativa, aparecía la figura decimonónica, casi de gentleman, del maestro, con su inseparable vaso de ron y la compañía de la directora de la biblioteca, Gloria Inés Palomino, con su discreta sonrisa que le florecía bella, muy a propósito de su delicada piel morena. No era alta, no tenía aires de grandeza, más bien de humildad, pero al lado del maestro parecía una gran dama, muy al estilo de las creaciones de los novelistas franceses.

El maestro nos alcanzaba a todos con su mirada satisfecha; nosotros, a la sombra de sus ojos que lo abarcaban todo, nos sentíamos gustosos ante el maestro de los sueños: los sueños de escribir, que ya, desde la juventud, nos acosaban el cuerpo y el alma; eran como sueños imperiosos, orgánicos, muy parecidos a las urgencias de la vida. “Siempre iba de inmaculados traje, corbata y almidonada camisa blanca con mancornas. Pocas veces de elegante vestido informal, -nos recuerda mi compañero de entonces, hoy gran columnista, escritor y poeta, Alejandro García Gómez-; en el sobaco de la mano izquierda apretaba los “trabajos” de los talleristas que serían comentados por él esa tarde. Saludaba y se sentaba. De ahí en adelante era diferente lo que seguía para cada sesión, pero más o menos había una directriz, no acordada, claro, que la manejaba él. Casi siempre comenzaba a conversar sobre temas de actualidad, que los hilvanaba con recuerdos o con apuntes literarios de algún autor o con algún poema o con fragmentos de novelas o de cuentos, todo de su memoria. Nos mantenía electrizados. Manuel era un maestro de la charla. De su boca, toda exageración salía tan real como cualquiera de las verdades del Apocalipsis y a todos nos amarraba con extraños hilos magnéticos. A veces intercalaba unos versos suyos o de un poeta al que admiraba. Sabía muchos poemas de memoria, fragmentos de novelas, de cuentos y hasta de ensayos; claro, de quienes admiraba”.

Nos quería a todos, y de alguna manera se daba cuenta de quién faltaba:

En cierta ocasión, se quedó mirando hacia la margen derecha del auditorio, meditó unos segundos, y preguntó:

-¿qué le pasó a Juan Javier, que no ha vuelto?

Alguien se apresuró a responder:

-A Juan Javier lo mató un carro, hace un mes.

El maestro mostró su desazón en el rostro, apresuro un trago de ron, y anotó con su voz ronca:

-¡Qué vaina! Y tanto pendejo sobreaguado.   

De vez en cuando volvía mi cabeza hacia atrás, y veía a José Libardo Porras (quien a la postre sería un gran novelista, cuentista y cronista), Tamesino, de mi misma edad, y amigo entrañable desde entonces, que tristemente falleció hace poco. Más adelante veía a Luis Fernando Macías; hacia la derecha estaba Alejandro García Gómez el joven de Sandoná (Nariño), que luego se convertiría en mi compañero columnista del periódico El Mundo, novelista y gran poeta. Más allá, dona Claire Levy de Holguín, doña Clemencia Hoyos de Montoya, autora de crónicas preciosas de su tierra, Urrao, y, más cerca de mi asiento, René Jaramillo Valdés, hoy escritor, novelista y editor. 

Leer cualquier fragmento del maestro es no sólo un homenaje; es darle vida; es traer a la memoria su menuda y familiar presencia, con su eterno vaso de ron con coca cola como una extensión de su mano, su impecable traje de factura decimonónica, su palabra feraz y su ligera sonrisa de campesino confiado.

Nuestro maestro Manuel Mejía Vallejo, hijo de don Alfonso Mejía Montoya y doña Rosana Vallejo, nació en Jericó, Antioquia, el 23 de abril de 1923, como una premonición de su oficio fundamental. Toda su infancia la vivió en Jardín, el hermoso pueblo vecino: “Yo nací en un pueblo y me crie en la finca y en el pueblo hasta los trece o catorce años. Por eso mi literatura está untada de campo, de montaña, también de ciudad”, declaró alguna vez a la crítica literaria Jorgelina Corbata.

Irrumpió en la literatura con un ímpetu inusual: su primera novela, La tierra éramos nosotros, fue entregada por su madre a León de Greiff, quien encabezaba por la época el grupo de Los panidas. Y generó mucho escándalo porque el maestro contaba entonces con tan sólo 22 años y se pensó que el verdadero autor era un tío homónimo suyo. La grata impresión que causó la novela entre los panidas (“los panidas éramos trece”, decía orgulloso Carrasquilla), le valió el reconocimiento de los grupos literarios de su generación, y aún de las anteriores, siendo publicada, finalmente, en 1945.

La exuberancia verbal de la novela, el entusiasmo de la narración, los abundantes giros poéticos; los trazos de Rogelio, Abraham y Celino, anunciaban el nacimiento de un prolífico narrador y poeta.
A La tierra éramos nosotros (1945), le siguió una larga producción literaria representada en 10 novelas, 209 cuentos y relatos, 4 poemarios con 575 décimas, coplas y poemas, así como decenas de artículos y ensayos en revista y periódicos.

Entre las novelas, destacan: Al pie de la ciudad (1958), El día señalado (1964), Aire de tango (1973), Las Muertes ajenas (1979), Tarde de verano(1981), Y el mundo sigue andando (1984), La sombra de tu paso(1987), La casa de las dos palmas (1988), Los abuelos de cara blanca (1991), y Los invocados (1997).

Al criterio general y acertado de que Manuel Mejía Vallejo fue, ante todo, cuentista, responde Tiempo de sequía (1957), Cielo cerrado (1963), Cuentos de zona tórrida (1967), Las noches de la vigilia (1975), Otras historias de Balandú (1990), Sombras contra el muro (1993), La muerte de Pedro Canales (1933), y La venganza y otros relatos (1995).

Son clásicos, sus ensayos: Breve elogio de la muerte (1957), María más allá del paraíso (1984), y Hojas de papel (1985); entre sus poemarios, tenemos: Prácticas para el olvido (1977), Décimas, el viento lo dijo (1981), Memoria del olvido (1990), y Soledumbres (1990).

Entre los premios que recibió, figuran: El Premio Nadal, en 1963, por El día señalado; el Rómulo Gallegos, en 1989, por La casa de las dos palmas; el Casa de las Américas, en 1972, por Las muertes ajenas; el Vivencias, en 1973, por Aire de tango, y el Plaza y Janés, en 1979, por Tarde de verano.

Como Barba Jacob, uno de sus poetas predilectos, recorrió tierras como Venezuela, Costa Rica, Guatemala, San Salvador, Panamá y España, ejerciendo el periodismo, reuniendo textos sobre la copla popular, las leyendas americanas y avanzando en el camino de la literatura.

Su obra es el fiel testimonio de una vida dedicada al pensamiento y a la literatura, como lo hizo, con maestría sin igual, don Tomás Carrasquilla. El maestro Mejía Vallejo, creó con su obra un vasto universo narrativo. Ella es, a todas luces, plétora de esencialidades que definen claramente el ser y el hacer del hombre antioqueño, y del colombiano, y del universal, en tanto que su obra convoca la vida, pero también la muerte; la violencia, pero también la ternura; la soledad, pero también la alegría.

Manuel Mejía Vallejo, el antioqueño de corazón campesino y estampa citadina, gozó la vida con ímpetu, casi con pasión. Así lo sintió su amigo el profesor canadiense Kurt L. Levy, cuando expresó en su libro, Mi deuda con Antioquia: “Mejía Vallejo vive estimulando, inspirando y orientando; vive creando rodeado de su familia, sus discípulos y sus amigos. Impone el cariñoso conocimiento de la tierra y su habitante como dimensión estética, y la tierra y su habitante corresponden con auténtico cariño. Es uno de los raros, muy raros, individuos universalmente admirados y queridos”. 

El creador de la saga de Balandú, falleció el 23 de julio de 1998, en El Retiro, Antioquia: Concluyó su vida en consonancia con sus palabras: “Mi tarea es cumplir como hombre y vivo la vida del hombre hasta el máximo que permita el corazón, y también sin permiso de él. No nací para ahorrar vida y si muero diez años antes de lo que podría vivir, tampoco me importa porque la tarea no es durar”.

Este era mi maestro Manuel Mejía Vallejo, y los talleristas, los que íbamos con devoción a su taller de escritores, lo sabíamos. Y nos sentíamos privilegiados porque, la mayoría, procedíamos de pueblos, para la época, lejanos y olvidados del centralismo, educados a golpe de amor por la lectura.

Hace poco, mi muy querido amigo don José María Dávila Vives, el mismo que se ha gastado la vida educando en computadores y otros oficios a nuestro Suroeste, me invitó muy amablemente a participar de los festejos al maestro, con motivo de su centenario. Mucho agradecí esa invitación, porque él ha preservado  la casa natal de mi maestro Manuel Mejía Vallejo, en Jericó, y ha hecho de ella un museo, un centro de cultura y el espacio donde su empresa Compujer (Computadores de Jericó), apoya a cientos de jóvenes de la región. No pude asistir por compromisos previos, mi querido don José, pero la tarea continúa y ahí estaremos, queriendo a Jericó y al maestro.  

Hoy 23 de abril, cuando por muchos rincones del departamento celebramos la primera centuria del nacimiento del escritor Manuel Mejía Vallejo, nos inclinamos con verdadero fervor ante el maestro, el amigo, el padre que creímos tener, desde los viejos sillones del salón de conferencias de la querida  Piloto.

Hoy, 23 de abril de 2023, 40 años después de haber gozado de su presencia, sus enseñanzas y su obra, lo celebramos y decimos con fuerza que el maestro no tiene olvido, sigue vivo, porque lo seguimos releyendo, queriendo y considerando amigo, maestro y padre de nuestras pocas o muchas incursiones en el periodismo, la literatura y las cosas cercanas al hombre y a la vida.  

1 Comentario

  1. Excelente artículo en homenaje al.gram escritor Manuel Mejía Vallejo.

    En Jardín, siempre se le recuerda con cariño.

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