Por Iván de J. Guzmán López

Las encuestas se han convertido en la longaniza preferida de algunos candidatos, que estiman lograr electores sin salir de casa; morcilla de otros candidatos, que quieren ascender rápidamente, como si de ascensores suficientes y expeditos se tratara: el favor popular los ubica de penúltimos, y al otro día, luego de hecha la transacción de pago, por la magia de la encuesta, aparecen en un “cabeza a cabeza” con el que camina pueblos, visitas barrios, despliega publicidad adecuada, y muestra obras de gran calado y desarrollo social.

Todavía joven, siendo yo apenas estudiante de bachillerato, conocí en persona al doctor Álvaro Gómez Hurtado. Lo escuché haciendo un comentario sobre las encuestas que lo ponían de tercero en unas elecciones. Ante el pesimismo del comentarista de turno, el doctor Gómez, con su presencia rotunda y su voz ronca y segura, afirmó:

“Las encuestas son como las morcillas: muy sabrosas hasta que uno sabe cómo las hacen y quien las hace”.  ¡Ni más ni menos!

Mi amigo y paisano Milson Betancurt, sastre de toda la vida y medio carrasquillólogo, dado su conocimiento y pasión por don Tomás Carrasquilla, afirma, con la sabiduría popular que se cose al  escuchar a muchos:

“Las encuestas son como los trajes: se hacen a la medida del cliente”. Y como no da puntada sin dedal, remata: “por eso es que algunos políticos, de los más malolientes y sucios, aparecen de primeros en las encuestas”.

¿Cuánto cuesta una encuesta? Averígüelo Vargas. Lo cierto es que la encuesta debe valer “según el marrano”, que cree firmemente que una encuesta lo puede poner, sin mucho esfuerzo, en el poder.  Definitivamente, la encuesta (pagada por el favorecido) sólo muestra un simple deseo de influir en la opinión pública, de desviar su compromiso con la verdadera democracia, con la pulcritud y la obligación de elegir bien. Algunas encuestas sólo buscan torcer la decisión del elector, siendo así la primera cuota de corrupción que pone el candidato, que la manda a confeccionar a su medida y gusto.

Sin duda, es claro que muchas encuestas cumplen a cabalidad los postulados de la postverdad, entre los cuales se establece la idea vertebradora del trabajo comunicacional y de opinión, para torcer verdaderos criterios y ambientar falacias. Así, los viejos y nuevos medios, las plataformas de contenido digital y redes sociales, la industria de la desinformación y las grandes tecnológicas, se constituyen como el nuevo orden del sistema de medios, al servicio de la mentira, de algunos poderosos y hasta de delincuentes.

Parece que la encuesta, hoy en día, no cumple el deseado papel de orientación electoral o comercial; ahora solo se ve en ella, un profundo deseo de manipular, viciando así una herramienta importante, y logrando que cada vez creamos menos en ella.

Hace falta una reglamentación contundente que lleve a los medios, a las empresas que hacen estos “estudios” y a las campañas electorales, a la obligación  de regirse por parámetros bien determinados en la ley,  para que la historia de las 12 investigaciones a estas firmas, que abrió el Consejo Nacional Electoral en 2007, por “presunta violación a las normas vigentes”, no vuelva a repetirse. Y así,  nuestra justicia no siga pasando por inepta, como lo deducimos de muchos casos en la impunidad.

Para rematar, digamos que las encuestas se han convertido en un negocio tan jugoso, que algunas encuestadoras, como Invamer, por ejemplo, ya se creen inmaculadas, todopoderosas, intocables a tal punto, que hasta se reclaman el papel de “electores supremos”, de Regina Once “vivita y coleando”, del Nostradamus colombiano, o la última palabra en guaracha electoral. Esperemos que sus predicciones (alegando una ficha técnica suficiente y necesaria), no se equivoquen al cabestrar al elector, señalando desde ahora como alcaldes a Galán, en Bogotá; Fico, en Medellín; Ortiz, en Cali; y Char, en Barranquilla.