Escoger al contralor, al procurador, al juez o al fiscal, por voto directo de los ciudadanos, no es en nada subsanante de la problemática que se promete conjurar, cuando lo que está torcido (unos dicen envenenado) es el sistema que origina esas elecciones”.

POR: HÉCTOR JAIME GUERRA LEÓN

Se ha escuchado e inclusive comprobado, que la ineficiencia de los organismos de control ha permitido que la corrupción y la delincuencia en los escenarios administrativos lleguen en nuestro país a insospechados e inalcanzables niveles de tolerancia e impunidad.

Todo ello ha hecho pensar que definitivamente es necesario buscar soluciones de fondo que busquen extirpar este penoso fenómeno de la faz de nuestro Estado y sociedad.

Así las cosas, se han oído, en no pocas veces, voces abolicionistas, que creen que la solución estaría en eliminar las contralorías y, en especial, las territoriales (en departamentos y municipios). Otros piensan más bien que la solución estaría en cambiarles el origen a estos organismos, considerando que el fenómeno corruptivo que las envilece, y las hace ineficaces, se adquiere es en los procesos actuales de selección de los titulares de estas funciones y/o responsabilidades. Los amigos de estos cambios, entre ellos avezados estudiosos del tema político administrativo, hablan de la posibilidad de establecer un sistema, en donde los contralores sean de origen popular como los gobernadores, los alcaldes o el mismo presidente de la República. De entrada tengo que decir que si esa fuera la solución, entonces en los municipios y departamentos no hubiese corrupción, pues con ese mismo propósito, el de acabar con la corrupción y el clientelismo, se aprobaron las reformas legislativas y constitucionales que dieron lugar a la elección popular de estos mandatarios y, creo respetuosamente, que la corrupción no desapareció, antes ha aumentado de manera dramática y exponencial. También he escuchado a poderosos políticos que han hablado de la necesidad de acabar con las contralorías regionales, para darle una mayor preeminencia y poderío al poder central del control fiscal en Colombia. Poder que de hecho ya tiene y que realmente no ha servido para hacerle frente eficazmente a tan angustiante problema.

Fortalecer la centralización, sea cual fuere el mecanismo que se utilice, no es ninguna solución, pues precisamente lo que el pueblo colombiano ha querido desde mucho tiempo atrás (constitución del 91), es debilitar el asfixiante centralismo que ha mantenido a nuestros municipios y departamentos sumidos en el más penoso ostracismo y subordinación, frente a los omnímodos poderes políticos, económicos y administrativos del centralismo que los ha dominado desde los momentos mismos de la fundación de nuestra república.

Es infortunado, pero es la verdad, por mucho que se quiera esconder y negar esta triste realidad, en nuestro amado y maltrecho país la corrupción es algo que nos está carcomiendo por dentro y por fuera, no solo al interior -como en los casos del Control Fiscal, que son apenas una leve muestra de la inmensa gravedad de la terrible descomposición social y política que nos ha invadido; es en casi todas las demás esferas y manifestaciones del Estado y de la Sociedad, es la generalizada pérdida de valores éticos y morales que han invadido el alma nacional y han penetrado los más insondables cimientos de nuestras instituciones. No es solo en las elecciones en donde hay corrupción, es en casi todos y cada uno de los ejercicios humanos, sociales, políticos e institucionales cuando éstos se hacen con el ánimo de sacar provecho ajeno o particular, de beneficiarse y de aprovecharse de la condición de garante que el Estado y la Sociedad le otorgan a algunos de sus ciudadanos, sea cual fuere el proceso o el escenario (público o privado) ante el que se actúa.

Escoger al contralor, al procurador, al juez o al fiscal, por voto directo de los ciudadanos, no es en nada subsanante de la problemática que se promete conjurar, cuando lo que está torcido (unos dicen “envenenado”) es el sistema que origina esas elecciones, fundadas en la compra de votos (por no decir que de conciencias, que es lo que realmente ocurre en no pocos eventos de esta índole), en campañas –muchas de las cuales se realizan a través de engañosas acciones, para captar incautos o ingenuos que acuden a los procesos eleccionarios obnubilados por falsos mesías, por vagas e irrealizables promesas que lo único que persiguen es magnificar o maximizar (inflar, decía un académico) liderazgos que muy lejos están de poder alcanzar los estándares de realizaciones y de excelencia que tienen que proponer para poder conseguir el “éxito” propuesto. Hay que reconocer que hacemos parte de un pueblo fácilmente manipulable por las falsas noticias (redes sociales), la promesería, el mesianismo o la esperanza en una promesa o situación que casi nunca llega, por ser irreal o inalcanzable.

Si no se redimen realmente los valores y principios democráticos, políticos y sociales, hoy tan tergiversados y descompuestos (por ese tipo de fenómenos), de nada serviría escoger, por elección directa o indirecta, a este o cualquier otro funcionario o representante, porque sin auténticos, sinceros y reales cambios en el fondo de la sociedad, en el alma y nervio de la democracia, del Estado y del individuo mismo, el sistema estatal y social que nos rige seguirá siendo imperfecto y estos funcionarios prontamente –como suele suceder en nuestra vida real- tendrían que entrar a jugar en el rol que ese sistema corrupto los ponga a participar. Esa es la innegable realidad.

En estas condiciones, esas elecciones constituirían un costosísimo embeleco más, que pasaría a engrasar las poderosas maquinarias electorales que existen para seguirse perpetuando en el poder y sería otro ingrediente para aumentar el abrumador y nada despreciable gasto público con el que tendríamos que seguir cargando todos y cada uno de los colombianos.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Comunitaria; en Derecho Constitucional y Normas Penales. Magíster en Gobierno.