Por Iván de J. Guzmán López – Periodista –Escritor

Cada día son más dolorosas las quejas por las agresiones al planeta. Es como si la pandemia misma señalara acusadoramente con el dedo a la raza humana, al homo sapiens, “al ser más inteligente de la tierra”, sindicándole de matar millones de árboles, de robarle el cauce natural a un nacimiento, de estropear sin compasión una fuente, de envenenar un rio, de robar el agua a millones de peces, de dinamitar la tierra, de contaminar el mar. “La pandemia es cosa natural”, dirán los científicos, los epidemiólogos arropados en su ciencia, los historiadores ortodoxos; no obstante, uno colige, uno siente, uno oye que la epidemia nos grita, angustiosamente, desesperadamente, una mirada humanista hacia el planeta. Y sin embargo, la agresión continúa; se ve en todas partes, se siente como en ninguna otra época. El saqueo de los extractivistas es evidente, y toda Colombia (todos los países pobres o tercermundistas) lo padecen, sin que ello signifique mayores ingresos para el bienestar, y sí, por el contrario, mayor agotamiento de los recursos propios, que de ser explotados racionalmente pueden convertirse en fuente importante de divisas y bienestar para la población.

Son miles las voces que claman por el respeto a nuestro medio ambiente, y es doloroso escuchar la queja diaria de miles de colombianos que ven cómo ningún espacio del territorio patrio escapa a las garras de multinacionales norteamericanas y canadienses. En Antioquia sentimos el dolor y la denuncia diaria de todo el Suroeste, del Nordeste, del Bajo Cauca, y ahora de nuestro querido Occidente antioqueño, donde parece ser que los canadienses, definitivamente, llegaron también para quedarse en el apacible municipio de Abriaquí, centro acuífero de Antioquia y reserva forestal de Colombia.

Tocado íntimamente por esta agresión, el mensaje del Papa Francisco sobre el cuidado de la tierra, es contundente: “Estamos exprimiendo los bienes del planeta. ¡Exprimiéndolos!”. Su mensaje, como queja lastimera de amor por el planeta, nos exhorta con vehemencia a que tomemos conciencia de la grave “deuda ecológica” que ya tenemos, fruto de la explotación de los recursos naturales y de la actividad de algunas multinacionales que “hacen fuera de sus países lo que no se les permite en los suyos”. Para el Santo Padre, esta situación es urgente: “Hoy, no mañana; hoy, tenemos que cuidar la creación con responsabilidad”. Es su advertencia final.

Como ya esbozamos, lo triste es que las tendencias han demostrado que los países pobres no suelen extraer sus propios recursos; la extracción a menudo se realiza desde compañías extranjeras, con capital extranjero y con poco o ningún respeto por el medio ambiente, el ecosistema, los recursos naturales y humanos del país intervenido, con unas consecuencias nefastas y bien conocidas, como son el no brindar las mejores condiciones de vida que prometen, a más de las consecuencias negativas en términos ambientales, sociales y políticos. Estas preocupaciones ambientales, incluyen: cambio climático, agotamiento del suelo, deforestación, pérdida de la soberanía alimentaria, disminución de la biodiversidad, contaminación del agua, deterioro de los ciclos de lluvias y pérdida constante de la calidad de vida. Las implicaciones sociales y políticas incluyen la violación de los derechos humanos, las condiciones laborales inseguras, la desigual distribución de la riqueza, la pérdida de soberanía y el conflicto social.

Tristemente, el saqueo no es cosa de esta época. Son célebres, por sus técnicas narrativas y por denunciar estas realidades, obras clásicas como La Vorágine, del escritor colombiano José Eustasio Rivera. Publicada en 1924, la novela es una obra de clara denuncia social sobre la violencia y la situación de explotación que se vivió en la selva amazónica como consecuencia de la fiebre del caucho entre finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Igual ocurre –por citar sólo dos–, con la deliciosa crónica o cuento largo (una boutade, como dicen los franceses) El corazón de las tinieblas, escrita en 1899 por el gran narrador polaco-británico Joseph Conrad, y que aborda temas como el colonialismo, el choque de culturas, el racismo y la violencia humana desatada en el Congo, colonizado y devastado por el rey Leopoldo II de Bélgica.

Muchos han abierto los ojos a la realidad: “El 22 de abril de 1970, en los Estados Unidos, millones de personas salieron a la calle y, como si estuvieran frente a los tribunales, alzaron la voz y exigieron justicia para la Tierra. Así nació su día, el día de la Tierra. 20 años después, 141 países lanzaron los mismos gritos de ayuda, de solidaridad, a los que respondió Barcelona, en España, que, de manera oficial creó el ‘Día de la Tierra’ en 1996. El asunto es absolutamente sencillo: “El problema no es la Tierra; ella continúa su evolución, pero si el Hombre no cambia se destruirá a sí mismo”, explica José Puig, defensor de la tierra. Jame Lovelock, otro activista por el bienestar del planeta, asegura: “Si perdemos nuestro hábitat, la vida y su medio ambiente sobre la tierra, continuarán, pero la humanidad ya no será parte de ellas”.

La tierra no necesita de más hachas, de más motosierras, de más mercurio; a ella le duele en el alma la dinamita; se retuerce día y noche por los socavones que violentan su vientre. La tierra necesita cuidado, necesita amor, necesita poesía. Necesita cantores como el poeta uruguayo Mario Benedetti, cuando, en su poema Hombre que mira la tierra, dice:

Cómo querría otra suerte para esta pobre reseca

que lleva todas las artes y los oficios

en cada uno de sus terrones

y ofrece su matriz reveladora

para las semillas que quizá nunca lleguen

 

cómo querría que un desborde de caudal

viniera a redimirla

y la empapara con su sol en hervor

o sus lunas ondeadas

y las recorriera palmo a palmo

y la entendiera palma a palma

 

o que descendiera la lluvia inaugurándola

y le dejara cicatrices como zanjones

y un barro oscuro y dulce

con ojos como charcos

 

o que en su biografía

pobre madre reseca

irrumpiera de pronto el pueblo fértil

con azadones y argumentos

y arados y sudor y buenas nuevas

y las semillas de estreno recogieran

el legado de viejas raíces

 

como querrían que se escucharan

su verde gratitud y su orgasmo nutricio

y que el alambrado recogiera sus púas

ya que por fin sería nuestra y una

 

como querría esa suerte de tierra

y que vos muchachita

entre brotes o espigas

o aliento vegetal o abejas mensajeras

te extendieras allí

mirando por primera vez las nubes

y yo tapara lentamente el cielo.

 

Para no alargar esta queja de pena y amor por Antioquia, por nuestro país, por nuestra América, por el planeta entero, recordemos a Hugo; al genial Víctor Hugo, padre de la literatura francesa, cuando dijo: “Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla, mientras el género humano no la escucha”.