Por: LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS

 La mediocridad es insultante;                                                            La excelencia, dignifica.

El virus de la mediocridad es un referente significativo “de vivir en la medianía”; comportarse como un hombre o mujer del común; ajustarse a los parámetros de la Norma General, vale decir, ser normal en el sentido estadístico de lo que esa palabra significa.

En el diccionario de la Real Academia Española (1992) dice que: “Ser mediocre significa de poco mérito, tirando a malo”.  Entre nosotros, definimos la palabra “mediocridad” como “estado de una cosa entre grande y pequeño, entre bueno y malo”.

Esta última expresión coincide quizá con el significado que más comúnmente se le atribuye, y que más debe atribular al ser humano.  Efectivamente, nada más desgraciado hay que ser calificado como un profesional o gobernante “mediocre”, sujeto ambiguo, ni bueno ni malo, que no posee más ni menos defectos o virtudes que el resto de la gente.

A pesar de que a nadie le gusta ser mediocre, lo cierto es que la sociedad de algún modo privilegia o premia esta condición, exaltando su conveniencia, repudiando por otra parte de manera encubierta a los que se apartan de la medianía y son diferentes, sin reparar si este alejamiento deriva hacia un referente de valor inferior o superior al común de los mortales, hecho decisivo a la hora de calificar conductas en el sector oficial o privado.

Pareciera que la sociedad le teme al individuo como tal y desearía unificar a todas las personas en una masa indivisiblemente cohesionada, con una identidad común y manejable.  Todos los días se exalta de diversas maneras el sacrificio del individuo en aras de la colectividad, sin especificar, por cierto, de qué colectivo se trata ni de qué calibre es el individuo que se pretende inmolar, puesto que tratándose de “personas” se suponen todas iguales.

Se nos dice continuamente que ”la mayoría manda”; se nos previene contra los peligros del “egoísmo”, usando invariablemente esta expresión en forma peyorativa, sin que nadie reconozca alguna clase de egoísmo superior, individualismo ético trascendental que tenga por destino la evolución espiritual del individuo y no el lucro o la rapiña personal y del poder.

e nos conmina a proceder en forma altruista, para “esmerarnos y complacernos en el bien ajeno” sin advertirnos que esto requiere de una discriminación cognitiva, ya que la palabra “ajeno” incluye también a toda suerte de bellacos y malandrines, para los que su propio bien es el delito exitoso, de quienes nos convertiríamos en cómplices si los ayudáramos, puesto que estaríamos con ello favoreciendo sus perversos designios, y seríamos casi coautores de los delitos, atropellos o ilegalidades que cometieran después de recibir nuestro apoyo.

Se nos quiere convencer de que es preciso  “hacer el bien sin mirar a quien”, lo que desde el punto de vista idealista-utópico suena muy bonito.  Se trata de justificar la bondad de esta máxima atribuyéndola de alguna forma a Jesucristo, pero en mi fuero interno, como ciudadano de a pie, confieso mis dudas de que “él” haya dicho exactamente esto.  Me parece más justa la expresión: “haz el bien, pero mira muy bien a quien”, aunque seguramente no sonará gratamente a los oídos enviciados en peroratas demagógicas de diversa índole.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS

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Medellín, junio 18 de 2020