La envidia es natural al hombre y la mujer y, sin embargo, es un vicio y una desgracia a la vez.  Debemos pues considerarla como un enemigo de nuestra felicidad y provocar sofocarla como un mal demonio.

POR: LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS

Se llama a la juventud el tiempo dichoso y a la vejez el tiempo triste de la vida.  Esto sería cierto si las pasiones hicieran feliz, pero ellas son las que agitan a la juventud dándole pocas alegrías cuando se dejan abordar y ahogar por la envidia.  Séneca nos lo ordena con estas bellas palabras: “disfrutemos de lo que tenemos sin hacer comparaciones; jamás habrá felicidad para aquel o aquella que es atormentado por el deseo de otra mayor.  Y además, en vez de considerar cuántas personas nos preceden, es mucho más efectivo pensar cuántas nos siguen”.

Debemos pues considerar más frecuentemente a aquellas cuya condición es peor que aquellos en que nos parece mejor que la nuestra.  Cuando desdichas reales nos hieren, el consuelo más eficaz, aunque derivado de la misma fuente que la envidia, será la contemplación de sufrimientos más grandes que los nuestros, y, al lado de esto; el trato frecuente de las personas que se bailan en nuestro caso, de nuestros compañeros de infelicidad.

Es fundamental ver lo que respecta al lado activo de la envidia.  En cuanto al lado pasivo hay que observar que no hay odio tan implacable; así, en vez de estar sin cesar ocupado con ardor en excitarla, haríamos mejor en privarnos de este placer, como de otros muchos, vistas sus funestas consecuencias.  Hay tres aristocracias: 1. La del nacimiento y del rango; 2. La del dinero; 3. La del talento.  Esta última es en realidad la más distinguida y se hace así reconocer por tal, con tal que se la deje a tiempo.

¿Nos ha dicho el mismo Federico el Grande las almas privilegiadas se colocan al nivel de los soberanos?  Dirigía estas palabras a su más querido mariscal quien se extrañaba de que Voltaire fuese llamado a sentarse a una mesa reservada únicamente a los soberanos y a los príncipes de la sangre, en tanto que ministros y generales comían en la del mariscal.  Cada una de estas aristocracias está rodeada de un ejército especial de envidiosos enfurecidos secretamente contra cada uno de sus miembros, y ocupados cuando creen que no le deben temer en hacerle oír de mil maneras: ¡“no eres más que nosotros”!

Pero estos esfuerzos hacen precisamente traición a su convicción contraria.  La conducta que se debe observar con los envidiosos consiste en conservar a distancia a todas aquellas personas que componen estos bandos y en evitar todo contacto con ellas, de modo que se esté de ellas separado por un hondo abismo; cuando esto no es factible, se debe soportar con una calma extremada los esfuerzos de la envidia, cuya fuente se agotará así.  Esto es lo que vemos aplicar constantemente.  En cambio, los miembros de una de las aristocracias se entenderán de ordinario muy bien y sin experimentar envidia con las personas que forman parte de cada una de las otras dos, y esto porque cada uno pone en la balanza su mérito como equivalente al de los demás.

Por ello quiero reafirmar mis palabras con las que empecé esta nota: la envidia es natural al hombre y la mujer y, sin embargo, es un vicio y una desgracia a la vez.  Debemos, pues, considerarla como un enemigo de nuestra felicidad y procurar sofocarla como a un mal demonio.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS                      Medellín, marzo 16 de 2024