POR: MARIA PÉREZ VALLEJO

Soy amante de la novela histórica en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Pero este libro no se equivoca al decir, desde el inicio, que no es una novela, sino la descripción de cómo funciona la mente de una persona que ha sido prisionera en un campo de concentración.

Es desgarrador de principio a fin. Y más de una vez tuve que detener mi lectura para permitirme sentir y llorar. Sigo cuestionando cómo la humanidad permitió que algo tan atroz sucediera y cómo seguimos permitiéndolo, porque mientras leo este libro se está presentando un nuevo genocidio al otro lado del mundo y ¿qué hemos hecho al respecto? NADA. Porque más allá de opinar, es poco lo bueno que, como especie, sabemos hacer.

Este libro movilizó una cantidad innumerable de cosas en mí. Por lo que soy, por lo que he vivido y por lo afortunada que he sido durante toda mi vida, a pesar de dar por sentada tanta fortuna la mayor parte del tiempo. Me abrió los ojos y me sacudió, como diciéndome “tenés que procurar ser más consciente del universo maravilloso de sucesos del que se compone tu vida y agradecer constantemente, a la altura del valor que tiene cada uno de esos hechos”.

Me recordó que la vida es efímera, que es un instante, y que perder la esperanza es echarse a morir. Me hizo -y sigue haciéndolo- querer re-entender mi propósito, cuestionar mis formas, observar las formas ajenas. Me ha hecho pensar mucho en el sentido de la existencia como especie y como individuo.

Ojalá todos pudieran tener la oportunidad de leer este libro al menos una vez en la vida o, tan siquiera, de escucharlo en su versión de audiolibro. Vale la pena rayarlo y marcarlo, plasmar el propio pensar y el sentir en él. En pocas palabras, es un tratado sobre el sentido de la existencia humana y la soberbia capacidad de adaptación del cuerpo y de la mente. Somos máquinas imperfectamente perfectas.