Por: Hugo Alexander Diaz Marín

En la actualidad, más de 800 millones de personas en el mundo aguantan hambre y podemos preguntarnos: ¿por qué permitimos que esto suceda? Y más cuando el planeta tiene la capacidad de producir comida para 12 mil millones de personas y solo somos 7 mil millones (cifras de la FAO).

La respuesta es simple y muy desalentadora: los gobiernos no están realmente comprometidos con la disminución real de  la desigualdad social y la erradicación de la pobreza extrema; pareciera que el desarrollo solo se mide en la capacidad de producir cuando estamos poniendo en riesgo la misma vida de quién produce, –el hombre-. Este problema no es ajeno a Colombia donde el 8.5% de la población del país aguanta hambre (Cifras ENSIN 2015).

Factores como la pobreza extrema, la concentración de la tenencia de la tierra, la violencia, los cultivos ilícitos y falta de incentivo a la producción agrícola, son determinantes para que este panorama se agudice y se convierta en uno de los frenos al desarrollo de nuestro territorio.

El hambre no da espera y cobra cada año la vida no solo de muchos niños y niñas de 0 a 5 años, sino de muchas personas de otros grupos etarios que mueren por falta de comida en las diferentes regiones. Además, cada vez, se necesita importar más comida porque no producimos de acuerdo a la demanda del país o porque no somos competitivos para arrebatarle mercados a los productos importados.

Se requieren medidas estructurales, políticas públicas que ataquen el problema de raíz, un real compromiso con las regiones para que los recursos lleguen de manera eficiente y se puedan generar las obras que se necesitan para mejorar la calidad de vida de los habitantes de cada región de Colombia.

Hoy más que nunca se necesita una reforma real al agro colombiano, una reforma que incentive la producción agrícola diversa, sostenible y sustentable, una reforma que permita que el campesino y sus nuevas generaciones encuentren en el campo un escenario ideal para ser productivos y salir de la pobreza, un campo que se tecnifique y alcance estándares de competitividad para poder acceder a los mercados nacionales e internacionales, un campo donde se valore realmente la labor de ese hombre o esa mujer que a diario se levanta para producir la comida que nos mantiene con vida.

No sirven “más paños de agua tibia”; es necesario actuar con celeridad y compromiso frente a esta problemática porque el día de mañana no habrá niño, niña  o adulto que salvar, un desarrollo que incentivar,  un campo que recuperar y explotar, ni campesino que reconocer y valorar.