Por Iván de J. Guzmán López

Me he dado a la tarea periodística de entrevistar venezolanos, pensando en un libro testimonial que muestre la verdadera tragedia humana, social, política y económica de nuestra hermana república de Venezuela. Es realmente estremecedor; y espero que en un plazo más corto que mediano, encuentre editor para que los testimonios tan horrorosos que escuché sirvan de referente para que no nos permitamos que, social, política y económicamente, lleguemos a esa triste circunstancia, inexplicable en pleno siglo XXI d. C.

Baste por ahora decir que la crisis política, social y económica que vive Venezuela, no tiene ningún referente en la historia de ese país; tal vez ninguna nación en el mundo ha pasado por semejante pesadilla, cuyos ingredientes están claramente identificados en padecer la inflación más alta del mundo, la situación social de derechos humanos tan escalofriante, el aumento de la violencia institucional, el arrinconamiento de la prensa; la dolarización informal que atraviesa la economía, donde un empleado gana 4 dólares semanales (si tiene suerte); el obligar a la población en general a padecer hambre, el chantaje a la población con los odiosos subsidios que enajenan y someten;  y el evitar, por todos los medios, la inscripción de candidatos en oposición al gobierno, como ocurrió con Corina Machado, ha vuelto insostenible la situación en tan querido país hermano. 

Desde los inicios de la crisis, las estadísticas oficiales reflejaron una caída progresiva del ingreso en los hogares y un incremento de la pobreza. Para 2014, el Instituto Nacional de Estadística de Venezuela (INE) calculó que el porcentaje de personas en riesgo de pobreza llegaba al 29,4 %. Desde 2018, el salario mínimo mensual está por debajo de los 10 dólares; el hambre es evidente, y es el fenómeno que más alimenta el abandono masivo hacia países del continente y otras regiones del mundo. 

En noviembre de 2017, la Asamblea Nacional Constituyente aprobó la polémica norma anticonstitucional de la Ley contra el Odio, con penas de prisión de 10 a 20 años, que ha sido usada contra quienes protestan en las calles, en especial a los sectores que rechazaron la ley, por violentar los artículos 57 y 58 de la constitución vigente en Venezuela. ​Por medio de esta ley el gobierno censura a políticos opositores, periodistas, incluso sacerdotes y directores de las ONG que, en entrevistas de radio, televisión u otros medios, hagan críticas al gobierno. 

Hoy se registra una diáspora de 8 millones de ciudadanos venezolanos desperdigados por el mundo, como parias, soportando necesidades y angustias, empezando por la nostalgia de dejar atrás media familia en condiciones lamentables y, peor aún, lo que se ama con el corazón: la patria. Es difícil saber cuántos venezolanos hay en Colombia, pero se estiman entre 2.5 y 3 millones; y se calcula que, de ellos, entre 300.000 y 800.000, están en Colombia sin estatus migratorio legal y, lo más horroroso, muchos de ellos dedicados a delinquir y a matar a ciudadanos colombianos indefensos, sin piedad alguna, para robarles un celular o un reloj.

Nunca me he considerado xenófobo; al contrario: siempre he creído que el ser humano es uno sólo, y que, como tal, merece vivir en condiciones humanas dignas en cualquier espacio del mundo. Aunque me reconozco un campesino, mi padre y algunos de mis maestros me enseñaron que las fronteras de los hombres van hasta donde les alcanza el espíritu, su imaginación y su humanismo. Adicional, con mis primeras letras, antes de haber ingresado a las 4 universidades que tuve la dicha de disfrutar, ya me había congraciado con el sabio alemán W.V. Goethe, cuando, desde 1780, nos invitaba a considerarnos como ciudadanos del mundo. 

No reniego de los millones de venezolanos que tenemos en Colombia y en Medellín, pero sí advierto que es necesario que los veamos como espejo, para impedir a toda costa que nuestra querida Colombia termine como la Venezuela de hoy, y ello es posible si no seguimos eligiendo mal.  

Por lo pronto, veo con suma preocupación, acciones gubernamentales que son fiel calco de la tiranía venezolana: el ataque a las instituciones públicas y privadas, disfrazado de intervenciones gubernamentales para “mejorar el servicio”; el creciente plan de subvenciones a ciertos núcleos poblacionales que buscan cooptar su voluntad y hacer de ellas incondicionales instrumentos electorales y de choque, si es necesario; la amistad con delincuentes de todo pelambre, las reformas defendidas a ultranza sin ningún fundamento técnico o financiero, que buscan atenazar poder económico y político, a sabiendas que atentan contra la población y el servicio mismo; los zarpazos para dominar sectores como el petrolero en contra de la estabilidad económica y competitiva de Colombia, o el cafetero, sustento de 5 millones de familias; la desmoralización calculada y constante a que están sometidas las fuerzas armadas y el involucrar a Colombia como nación en problemas y conflictos mundiales sin apagar los nuestros, así como los asomos reiterados de una personalidad despótica en el líder de gobierno, a más de un largo etcétera, que nos hace temer por un camino errado, muy parecido al calvario que vive nuestra querida Venezuela. 

“¡El que tiene oídos para oír, que oiga!”; ¡el que tiene ojos para ver, que vea!