“Hay ciertos actos delincuenciales que cuentan con aliados o apoyo, consentimiento o silencio cómplice en algunos sectores de la comunidad donde se practican, generando una gran apariencia de aceptación e inclusive de legitimación social y/o política”.

Por: Héctor Jaime Guerra León*

Corriendo el riesgo de no ser entendido, me permitiré en esta ocasión alegar que el grado de sofisticación o de refinamiento de algunas conductas delictivas o de ciertos tipos penales (comportamientos contrarios al deber ser legal y constitucional) y, especialmente, aquellos que surgen de la corrupción o de los fenómenos delincuenciales que la auspician, han crecido en los últimos tiempos; inclusive, más que los mismos desarrollos normativos y sociales que el conocimiento humano ha logrado en el transcurso de su historia para tratar de contrarrestarlos. Es decir, que el crimen ha podido avanzar y perfeccionar mucho más su poder sobre las normas y los mecanismos que lo pretenden prohibir y/o combatir. Eso es incuestionable.

Ello lo hemos expuesto aquí ya en varios oportunidades y tiene que ver con importantes sectores sociales y de opinión o destacados miembros de los mismos; porque –a mi respetuoso juicio, sería casi imposible que una conducta criminal corruptiva llegara, y se arraigara tanto en un territorio, en una comunidad o institucionalidad, sino se contara de cierta manera con la aquiescencia o respaldo (que a veces es ignorancia o ingenuidad) de quienes hacen parte de dicha comunidad, institución o de algunos de sus integrantes. Ahí sí, como ha dicho el gran adagio popular: “hecha la ley, lista la trampa”.

Existen algunas costumbres tramposas que se han vuelto tan frecuentes que han alcanzado de cierta forma respaldo de la comunidad; es decir, que siendo comportamientos altamente lesivos del interés ciudadano e institucional, son extrañamente aceptados y legitimados por amplios sectores de la comunidad o de la sociedad.

Bastaría no más traer a este cuento, lo que ocurre periódicamente en las campañas políticas, que –en el fondo deberían ser la inmensa oportunidad que los ciudadanos tenemos de hacer cambios y corregir los graves fenómenos de corrupción que se dan en los territorios, y no obstante ello, se dilapida dicha oportunidad y, elección tras elección, con muy pocas excepciones, se sigue eligiendo a dirigentes que desde el comienzo se sabe cómo van a comportarse o cómo será de corrupto su ejercicio gubernamental. En esos procesos -casi siempre- se elige, al que más plata y prebendas reparta en la campaña y para ello muy poco o nada representa la calidad y méritos del candidato, sus propuestas y programas, porque infortunadamente en nuestro país las campañas se hacen no para exponer ideas y programas, sino para repartir dádivas y promesas. Quien no cuente con dinero y amigos económicamente poderosos, no tendrá mucho éxito en estos procesos.

Hoy vemos, por ejemplo, como empiezan muchos de los candidatos a rodearse de gamonales y de personas aparentemente muy “representativas” como contratistas y personajes que siempre han estado pendientes de los beneficios que se generan en la repartición de obsequios, contratos y “apoyos” de toda índole; hacen hasta lo imposible para evitar que su candidato pierda y reparten lo habido y por haber, en la seguridad de que cuando ganen, su candidato ya elegido y en ejercicio, siga repartiéndoles por pedazos el poder representado en puestos y contratos, para resarcir o devolverles los gastos y las “inversiones” que dichos “mecenas” hicieron en su campaña.

Basta no más revisar con atención lo que ocurre en la actualidad y pudiéramos ver con toda claridad quiénes son los contratistas en municipios y departamentos y quiénes son los candidatos de esos contratistas y de esos personajes. Pero la comunidad o gran parte de Ella, que es lo grave del asunto, como aturdida y obnubilada por el poder de estos señores y de sus  atenciones, elije a esos aspirantes, aun a sabiendas de qué es lo que va a pasar cuando dicho candidato asuma el poder, que -a punta de compra de votos y de conciencias- llega al gobierno. Votan sin saber (tal vez por ingenuidad o ignorancia, repito) los inmensos presupuestos que del erario público quedan en manos de quienes ayudaron a elegir, patrocinando con esos grandes caudales de dinero sus campañas.

Se sabe, con toda claridad, que cuando uno de estos candidatos o candidatas llega al poder (alcaldía, gobernación, etc.), el gobernante no será él (o Ella), sino los caciques y contratistas que lo ayudaron a elegir (lo que llaman “el poder tras el trono”). Dicho de otra manera, es el fenómeno conocido como “los carruseles del poder”, que se forman en torno al erario público, para robárselo o saquear al presupuesto a través de la contratación que es -en todo caso- por lo que realmente van o les interesa a estos señores patrocinadores, disfrazando su apetito de lobo feroz (que todo lo puede) como si se tratara del noble y gran defensor de causas altruistas, sociales y comunitarias. He ahí el tremendo engaño.

Se habla mucho de este tipo de corrupción, de criminalidad y de la manera de evitarla, pero la verdad es que frente a la dimensión de tan terrible y colosal fenómeno, casi nadie puede hacer realmente algo efectivo para impedirlo. Porque así como están las cosas, la corrupción está anclada y goza del “aval” de buena parte del colectivo social (inconsciente colectivo- dicen los psicólogos) que es el que, como se dice, “sin querer queriendo”, apoya todo este tipo de insanas y delincuenciales prácticas, haciendo casi imposible –inclusive- hasta su comprensión y mucho más su exterminio. Solo un pueblo realmente consciente de la gravedad del asunto, pudiera hacerle frente a tan delicado problema, pero, por lo que ocurre en la vida real, ello es muy difícil y complejo.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Ciudadana; en Derecho Constitucional y normatividad Penal. Magíster en Gobierno.