No existe verdadera paz en Colombia si se funda en un proceso de ideologización política para manipular, engañar e irrespetar la conciencia del pueblo colombiano.

Por: LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS

Una de las tragedias de la guerra y violencia en Colombia es el efecto que produce en los que sufren el abandono y la extrema pobreza.  Hemos observado que la venta de los enormes arsenales de armas del mundo priva a los pobres de lo necesario para la vida, algo muy evidente en los países del tercer mundo, pero también en países industrializados.  Y en la opinión de todos los colombianos la misma pobreza extrema es una grave amenaza a la paz.  En Colombia tenemos conciencia de que la paz está vinculada con la libertad de creencias.  Creemos que el sentimiento democrático auténtico promueve la paz y, que si las autoridades públicas aseguran la libertad de credo fomentan la causa de la paz.

Además, el pueblo entiende que los gobiernos son capaces de predicar la paz y participar en la guerra y la violencia, simultáneamente.  Esto nos permite recordar que la paz total no es una consigna para falsear la tranquilidad o engañar al pueblo.  Los colombianos no somos pacifistas; así lo hemos demostrado.  Nunca hemos negado la necesidad de entrar en conflicto bélico contra un agresor.  Pero apelamos constantemente a los territorios en violencia permanente para que se reúnan a discutir las posibilidades de la paz.

En la visión del pueblo colombiano, lo que garantiza la paz es el principio ético y moral, cualesquiera que sean las causas sociales de la guerra, la responsabilidad personal y moral es lo fundamental.  Sin esto, la paz no puede ser verdadera y duradera.  La paz no es una utopía, ni un ideal inaccesible, ni un sueño irrealizable.  La guerra y la violencia no es una calamidad inevitable.  La paz es posible.  La institucionalidad colombiana, en todos los lugares del país, proclama un mensaje de paz, ora por la paz, educa al ser humano para la paz.  Esta finalidad está compartida y en ella se comprometen también los gobernantes, la iglesia, religiosos, educadores, Estado, empresa y familia.   Y este trabajo, unido a los esfuerzos de las personas de buena voluntad da ciertamente sus frutos.

Sin embargo, siempre nos perturban los conflictos bélicos y vandálicos que estallan con frecuencia en cualquier lugar.  Es incuestionable que la guerra y la violencia es obra del hombre y la mujer: la criminalidad, el secuestro, el narcoterrorismo, la corrupción, la injusticia, la mentira, el engaño, entre otros, es la destrucción de la vida humana.  La guerra y la violencia es la muerte de un Proyecto de Nación.  En ninguna parte se imponen estas verdades sobre nosotros más rigurosamente que en las regiones más pobres y abandonadas por el Estado.  Colombia es un monumento teórico ideologizado a la paz total. 

En las condiciones actuales, el “disuadir” que se basa en un balance ciertamente no como un fin en sí mismo, sino como un paso hacia un desarme progresivo, puede ser realmente aceptable.  Sin embargo, para asegurar la paz, es indispensable no estar satisfecho con ese mínimo que es siempre susceptible al peligro real de una explosión de inmensas proporciones.  En realidad, las armas de todo tipo, no son el único medio de guerra, violencia, vandalismo y destrucción.  La producción y la venta de armas convencionales por todo el país es un fenómeno verdaderamente alarmante y verdaderamente creciente.  La negociación de armas debe tomar en cuenta que el 80% de los gastos en armas se dedican a las armas convencionales.

Además, el tráfico de estas armas parece estar aumentando y parece ser dirigido principalmente por grupos ilegales y algunos miembros de las fuerzas militares y la policía.  Cada paso tomado para limitar esta producción y tráfico y para ponerlos bajo un control más efectivo será una contribución importante a la causa de la paz.

En Colombia, rechazar la paz significa no sólo provocar el sufrimiento y la pérdida que -hoy más que nunca- la guerra, aun una violencia limitada, implica: que también puede traer la destrucción total de regiones enteras, por no mencionar la amenaza de catástrofes posibles o probables en proporciones cada vez mayores y, quizá mucho más sangrientas y criminales en todo el territorio nacional.  Los abuelos solían decir: “si quieres la paz, prepara la guerra”.  Pero en nuestra época, ¿se puede creer todavía que la vertiginosa espiral de los armamentos sirva a la paz de los colombianos?  Alegando la amenaza de un enemigo potencial se piensa, en cambio, en guardarse a su vez un medio de amenaza para obtener el predominio con la ayuda del propio arsenal de destrucción.

Incluso aquí está la dimensión humana de la paz que tiende a desaparecer en favor de nuevos totalitarismos siempre nuevos.  A su vez, en la cuarta parte del siglo XXI -como en proporción con los errores y transgresiones de nuestra civilización contemporánea- lleva en sí una amenaza tan horrible de guerra y violencia fratricida, que no podemos pensar en este período sino en términos de un incomparable acumularse de sufrimientos, hasta llegar a la posible autodestrucción de la misma sociedad.

Donde no hay justicia -quién no lo sabe- no puede haber paz, porque la injusticia es un desorden y la palabra del profeta sigue siendo verdad: “el trabajo de la justicia es la paz”.  De la misma manera donde no hay respeto por los derechos humanos, hablo de los derechos inalienables que son inherentes a la persona, no puede haber paz porque todas las violaciones de la dignidad humana están a favor del rencor y del espíritu de la vendetta.  Aquí quisiera recordar a los gobernantes que antes de imponer medidas contra los enemigos de la paz, es preciso prever siempre las consecuencias humanitarias de las sanciones, velando por la justa proporción que guardan con el mal al que se quiere poner remedio.

Todos sabemos bien que las zonas de miseria o de hambre que existen en nuestro pueblo colombiano, hubieran podido ser “fertilizadas” en breve tiempo si las gigantescas inversiones de armamentos que sirven a la guerra y la violencia destructiva, hubieran sido cambiadas para el alimento, la salud, la vivienda, la educación y el trabajo que les proporcionara una vida digna.  La responsabilidad de la paz cae especialmente sobre los gobernantes honestos, íntegros, transparentes, veraces, justos, honrados, coherentes, idóneos y visionarios.  Todos ellos deben dirigir sus esfuerzos para liberar a Colombia no sólo de las guerras y conflictos, sino también del miedo que generan las armas mortales que son cada vez más sofisticadas.

Finalmente, acordarnos de las masacres, injusticias en Colombia, por seis décadas atrás, nos compromete a construir la paz como un acto de vida y no como un hecho engañoso, falseado y nefasto para el pueblo.  Acordarnos del sufrimiento de la gente de nuestra patria, hecha trizas, nos impulsa a renovar la fe y la esperanza en Colombia, en nuestra capacidad de hacer el bien, en su libertad para elegir lo justo, en su determinación para transformar el desastre actual en un nuevo comienzo.

Frente a la calamidad humana que toda guerra es y conflictos que dejan ondas heridas, los colombianos debemos afirmar y reafirmar una y otra vez que hacer la guerra no es inevitable, Colombia no está destinada a la destrucción de sí misma, o de sus malos hijos que quieren llevarla al precipicio.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS                  Medellín, abril 8 de 2023