Decía San Agustín: “Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad”.  Ahora bien, el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad y cuantas más me lo preguntaran te respondería la misma cosa.  No quiero decir que no haya otros mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir a todo lo bueno que hacemos, si no el orgullo y la arrogancia nos lo arrebata todo.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS

El término humildad etimológicamente viene del latín Humulitas y éste a su vez viene de la raíz humus, que significa tierra, haciendo alusión al suelo fértil; por lo que se considera que el término humilde, en su etimología humiliare, significa inclinado hacia la tierra.  En la práctica esto implica no sólo a reconocer nuestra inferioridad con relación a Dios o el ser Supremo, como lo conciba cada uno, sino también entender nuestra misión como gestores de valores; entonces la humildad se traduce en una virtud presente en el ser humano que le permite ser consciente de limitaciones y capacidades, pero también el reconocimiento de que sus derechos terminan donde empiezan los del otro y los otros; por consiguiente, un ser humilde no tiene complejos de superioridad, ni alardea de sus logros, no es esclavo de la soberbia y el orgullo, por el contrario, es sinónimo de modestia, mesura, igualdad, bondad, tolerancia, respeto y sobre todo, sabiduría .

En este sentido, la humildad no es proporcional a la posición económica o social del sujeto, no es sinónimo de pobreza, falta de aspiraciones, baja autoestima o humillación, puesto que por ningún motivo la humildad supone el incumplimiento de metas, el no reconocer nuestras virtudes y, mucho menos, la renuncia a nuestra dignidad, integridad física, emocional, ética o moral.

Lo anterior alude a una mala interpretación que hacemos de este valor, asociando el término con pobreza o el permitir que otros irrespeten nuestra integridad.  Recordemos que la pobreza tiene que ver con carencia de recursos económicos y no necesariamente el poseer esta condición implica el reconocimiento de nuestros defectos y habilidades o la ausencia de soberbia; así mismo, el hecho de que una persona se distinga por poseer la virtud de la humildad, no implica que no exige el respeto que todos los seres humanos merecemos de nuestros congéneres.

Ahora bien, la humildad no es sólo una palabra, es una actitud que parte del autoconocimiento y el reconocimiento de lo que somos en esencia, seres en construcción; de ahí que es imperante una deconstrucción de la representación social estructurada en nuestras mentes del término y su resignificación como valor que potencia la conciencia de la conexión mente y cuerpo, en interconexión con la interacción con el otro y los otros, admitiendo equivocaciones, eliminando el temor a la crítica, y admitiendo la posibilidad de crecimiento continuo que no aporta el poseer este valor.

EL ANTIVALOR: La soberbia, como concepto, podría ser definida como una actitud enmarcada en la necesidad de reconocimiento excesivo de los logros propios por parte de otros, evidenciándose arrogancia, sobrevaloración de sí mismo, falta de conciencia frente a debilidades propias, descalificación o minimización del logro del semejante.  En síntesis, el ego es quien guía al sujeto, resultando llamativo el hecho de que, pese a que este se siente superior, requiere del reconocimiento y atención de quienes le rodean, lo que permite ver la inseguridad interna, siendo a través del autodominio y la conciencia personal la única ruta para trabajar este antivalor.

La humildad no puede ser concebida como una deficiencia, sino como una gran fortaleza

de nuestra estructura personal, profesional y humana.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS                                                           Medellín, abril 5 de 2024