Es en la sociedad en donde nacen los fenómenos que -como el de la corrupción- golpean tan dramáticamente el orden jurídico, económico, moral e institucional de la organización política y estatal colombiana

Por: Héctor Jaime Guerra León*

Aunque hablar de este tema se haya vuelto tan cotidiano y común que pareciera que ya a nadie le sorprendiera su significado y alcances, en una sociedad como la nuestra en la que ello se ha tornado en el más frecuente caldo de cultivo y aliciente para numerosas relaciones entre el sector empresarial privado (particulares) y muchos de los administradores públicos (gobernantes), hasta el punto de afectar gravemente, como en efecto ocurre a diario en nuestro país, a muchos sectores de la estatalidad, no parece que a la fecha se hayan podido establecer los correctivos que efectiva y definitivamente puedan dar fin a tan tempestuosas y dañinas relaciones.

El fin de la función pública, que es la actividad del servidor público, sea cualquiera su rango y/o posición en el andamiaje oficial del Estado, es el bien común, “servir a la comunidad”. Dicha responsabilidad y compromiso no es caprichoso, en cada caso se le asigna específica e indefectiblemente por un manual de funciones y, en todo caso, por órdenes expresas de la Constitución Nacional, las leyes y las disposiciones administrativas que para cada cargo en concreto y sin excepción alguna, se establece en nuestro orden jurídico. Ósea que nadie, absolutamente nadie, como servidor público, podría decir, sin faltar a la verdad, que ha incurrido en actos contra la administración y la moral pública porque no le estaban suficientemente claras sus funciones, deberes y/u obligaciones para el cabal ejercicio de su función misional.

¿Qué es lo que ocurre entonces?; ¿por qué tanta corrupción?

Encontrar esa respuesta es lo difícil, pero sería un terminante paso para poder empezar a emprender eficazmente los caminos y estrategias que conducen al corazón de tan delicado asunto y poder eliminarlo o por lo menos detenerlo, no solo en el Estado y la Administración Pública, sino también y de manera sustantiva, al interior de la sociedad misma, que –en mi humilde juicio- es en donde subyacen todos estos problemas y dificultades y en donde nacen los fenómenos que -como el de la corrupción– golpean (desde adentro) tan dramáticamente el orden jurídico, económico, moral e institucional de la organización política y estatal colombiana.

Definir la moralidad pública es algo abstracto y complejo, pues se trata de valorar concepciones comportamentales del ser humano, afectadas por multiplicidad de variables y factores que pueden generar diversas opiniones y grandes conflictos conceptuales al respecto, dependiendo mucho de los contextos económicos, políticos, culturales, etc. y, por ello, lo delicado de este tipo de valoraciones. Encontré en el portal de la Secretaría General de la alcaldía del Distrito Capital, una definición que pudiera darnos alguna claridad sobre este tema, cuando allí se afirma que la moralidad pública es el “Conjunto de valores éticos vigentes en la sociedad. En la administración pública la moralidad está determinada por normas que fijan las funciones, obligaciones y prohibiciones de los servidores públicos.”

Lo que extraña a la luz de este concepto, es que a pesar de que las normas, la constitución, las leyes y los reglamentos; es decir, el orden jurídico imperante, prevé las formas como nos debemos comportar frente a lo público, el respeto que siempre, sin excepción alguna, se debe tener frente a lo que es de todos y, en especial, frente al erario público, ¿por qué se presentan entonces tantas inconsistencias, tantos actos atentatorios contra ese Deber Ser, no obstante los esfuerzos y acciones que permanentemente se dice que se hacen para tratar de evitarlo?.

La pregunta sigue en pié y no solo urge su respuesta, sino también que en verdad nuestro país empiece a dar verdaderas muestras de que se trabaja seria y verdaderamente en la tarea de empezar a evitar que ante la faz del mundo sigamos siendo una de las naciones más corruptas y, consecuencialmente, por estas mismas razones, de las más violentas de todo el planeta. Aunque no lo aceptemos, a los colombianos el síndrome de la corrupción y la violencia nos tiene signados, es innegable.

Hay tanta incertidumbre y, de cierta manera, falta de real compromiso, frente a la  implementación de políticas y comportamientos que nos permitan corregir la senda que nos ha llevado hasta este lamentable estado de cosas, que cada vez, entre nosotros, se hace más diciente y aplicable el designio que el gran novelista brasilero Paulo Coelho, dejó sentado con su frase célebre “Las personas quieren cambiarlo todo y, al mismo tiempo, desean que todo siga igual.” Tal parece que tuviéramos que resignarnos a que en materia de lucha contra la corrupción, todo siga igual.

*Abogado Defensoría Pública Regional Antioquia. Especialización en Planeación de la Participación Ciudadana y el Desarrollo Social y en Derecho Constitucional con Énfasis en normatividad Penal. Magíster en Gobierno.