Por Iván de J. Guzmán López

El escritor Samuel Vila, en su maravilloso libro: Enciclopedia de Anécdotas e Ilustraciones –que tengo la dicha de cuidar en mi biblioteca–,  relata una edificante historia, titulada: La declaración de Pedro I el Grande:

“Pedro I el Grande se enfureció tanto una vez, que llegó a levantar la mano y pegar a su jardinero. Este era un hombre muy sentido, y le causó tanta pena la injuria inferida que a los pocos días murió de tristeza.

Al oír el rey lo sucedido, exclamó con lágrimas en los ojos:

-¡Ay!, he civilizado a muchos, he conquistado naciones y, sin embargo, no me he podido civilizar aún  a mí mismo”.

En esta anécdota, conmueve tanto la pena y muerte del jardinero, consecuente a la agresión, como la reflexión final del rey, al enterarse del fallecimiento de su servidor.

Hoy, 2.024 años después de Cristo (antes no era tan distinto), es triste relatar que el mundo está lleno de agresores  sin ningún reato de conciencia o arrepentimiento, y de “jardineros” que mueren (al menos espiritualmente, que es peor), como consecuencias de los golpes recibidos, las palabras cargadas de violencia y desprecio, o los ultrajes más abyectos a diario soportados; sin embargo, muy pocos pronuncian la frase lastimera del rey: …”no me he podido civilizar aún  a mí mismo”.

El caldo de cultivo para las agresiones despiadadas, que nos gritan a diario el que no nos hemos podido civilizar a nosotros mismos, son las guerras:

El portal Quora, nos dice que:

En 1964, un cementerio prehistórico llamado Jebel Sahaba (Montaña de los Compañeros), situado en el actual norte de Sudán, cerca de la frontera con Egipto, fue descubierto por un equipo dirigido por el arqueólogo estadounidense Fred Wendorf.

Se estima que el sitio tiene al menos 11.600 años e incluía los restos de 61 personas, de las cuales al menos el 45% murió por heridas infligidas, lo que la convierte en la evidencia más antigua registrada de confrontación o violencia sistémica entre grupos en el registro arqueológico.

Los restos de flechas u otras armas se encontraron mezclados y en algunos casos todavía incrustados en los huesos de algunas de las víctimas, mientras que se encontraron marcas de cortes en los huesos de otras.

Los arqueólogos argumentaron que el motivo de esta violencia se debió a los cambios climáticos que provocaron la escasez de recursos, lo que a su vez llevó a la competencia por la comida y la disputa por la tierra por parte de varios grupos”.

Google, el “recomendado” preferido del inefable Sergio Fajardo, nos dice: “La primera guerra de la que tenemos testimonios escritos fue hace 4.500 años, cuando las ciudades sumerias de Lagash y Umma se enfrentaron en una contienda que duró más de un siglo.

La guerra fue por el control de la gran llanura del Guedenna, la zona fronteriza entre Lagash y Umma, separadas por unos sesenta kilómetros, que era una zona agrícola especialmente codiciada por su fertilidad. Umma, bajo el liderazgo del rey Ush, invadió la llanura del Guedenna y se apoderó de sus campos. La ocupación sólo terminó cuando Eannatum I subió al trono de Lagash. Las proezas bélicas de este rey nos han llegado sobre todo a través de una importante inscripción: la Estela de los Buitres”.

Y sigamos con las dos guerras mundiales, adobadas por miles de contiendas internacionales e intestinas, para llegar a nuestra Colombia, donde hemos soportado conflictos irracionales desde el mismo desembarco español, pasando por la provocación calculada del venerable don  Pantaleón Santamaría, bien acompañado de los pendencieros hermanitos Toño y Pacho Morales, para sacarle la piedra al pobre castellano don Chepe González Llorente, y así provocar la pelotera del 20 de julio de 1810, adobada por la lengua mágica del tribuno Chepe Acevedo y Gómez. Continuamos con los insulticos, las intrigas, envidias y fusilamientos en la Guerra de Independencia; seguimos con la Patria Boba (de la que aún no salimos), para caer en un rosario incesante de guerras por el poder, por don dinero y doña  tierra (que aún no terminan), de las cuales los protagonistas, por obra, conveniencia y gracia de individuos “progresistas”, terminan de senadores o de gestores de paz.

El asunto de la guerra es tan buen negocio, que el mismo Gabriel García Márquez (para sus amigos, Gabo), nos cuenta poéticamente en Cien Años de Soledad, que “El coronel Aureliano Buendía, promovió 32 insurrecciones, y todas las perdió”. Afortunadamente, parece que Colpensiones, finalmente, le escribió, y logró pensionarse.

Retomando el tema, digamos que lo más horroroso, al menos en Colombia, es que no nos estamos matando solamente mediante la guerra: somos una sociedad violenta, donde los feminicidios están al día, los asesinatos son casi deporte y las masacres ya no son noticia; el maltrato escolar, laboral y social es pan diario, y los políticos, los jefecitos de dos por cinco, los potentados, los mal maridos y los mandones (o no) abusan día y noche del humilde, del indefenso del desvalido, hasta causarles la muerte, al menos espiritualmente, que es peor.

No obstante, estos reyecitos, siguen siendo reyecitos; nadie los pone a buen recaudo: se proveen de zalamerías y mentiras para seguir haciendo y deshaciendo; sus reputados abogados recurren a leguleyadas macondianas (si son tan de malas y el asunto escala estrados judiciales); y si el entuerto les amenaza la dicha narcisista de seguir gobernando, pasan con aplausos y abrazos de sus súbditos, por la impúdica puerta abierta a la corrupción, la mal llamada Vencimiento de términos. En caso extremo, intrigan un nombramiento “limpio y democrático” como el de gestor de paz,… o algo así.

Menos mal que Pedro I el Grande, disfruta de las mieles de la paz en su selecta cripta imperial de la famosa Catedral de Pedro y Pablo de San Petersburgo, desde el 2 de noviembre de 1721