Por: Misael Cadavid MD

Con el tiempo y por la hegemonía de esa forma de vivir hemos olvidado, como lo señaló Baudelaire en varios momentos de su obra, que la vida auténtica es múltiple, diversa, hecha de contrarios y también de absurdos, vasta y que, por eso mismo, porque es un flujo que no se detiene ni admite definiciones absolutas e imperturbables, imponerle barreras y contenciones sólo termina por ahogarla, por sofocarla y marchitarla.

En el fondo, la vida nos está invitando a embriagarnos, a beberla, respirarla, nadar en ella, dejar que nos colme y nos desborde. Eso es la embriaguez: ¡un exceso!

El aforismo es vivir esta vida hasta la embriaguez, con intensidad, disgustando todos y cada uno de sus sabores, sintiendo cómo la vida recorre morosamente cada uno de nuestros sentidos, cómo acaricia nuestra conciencia y nos deja siempre más vivos de lo que estábamos apenas en el instante anterior.

Deberíamos estar siempre ebrios. Eso es todo. No hay otro dilema. Para no sentir la terrible carga del tiempo que nos destroza la espalda hasta hacernos besar el suelo, es necesario embriagarnos sin tregua.

¿De qué? ¡De vino, de poesía, de virtud! ¡De lo que quieras! ¡Pero embriágate!

Y si en cualquier momento, en la escalera de un palacio, sobre la hierba fresca o en la soledad cerrada de tu habitación te das cuenta de pronto que la embriaguez cede o está por disiparse, pregunta al viento, a las olas, a la estrella, a las aves, al reloj, a todo aquello que huye, a todo aquello que gime, todo lo que gira, lo que canta, lo que habla: pregunta a todos qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, las aves, el reloj, te responderán “¡Es hora de embriagarse! ¡Para dejar de ser esclavos martirizados del tiempo!

¡Embriágate sin cesar! De vino, de poesía, de virtud… de lo que quieras.”

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