Colombia, a pesar de ser hoy una nación con alta tendencia a la conurbación (crecimiento excesivo y desordenado de los centros urbanos), por la violencia, la pobreza y los frecuentes conflictos sociales y/o políticos que le han caracterizado a lo largo de su historia, sigue sosteniendo una gran vocación agrícola.

Autor: Héctor Jaime Guerra León

 A pesar de su antiquísima tradición en nuestro país, solo hasta el año 1.964 se empezó a reconocer y celebrar oficialmente el día del campesino, el primer domingo del mes de junio de cada año, con una festividad que no obstante su gran significación, cada vez se está haciendo más inadvertida, tornándose casi inane e intrascendente, tal vez porque no genera, como otras tantas festividades, réditos o ganancias de carácter comercial.

Dicho reconocimiento –se dice- se llevó a cabo a través del decreto 135 de 1965, suscrito por el presidente de la época Guillermo León Valencia Muñoz, quien fue el que gobernó a Colombia entre los años 1.962 a 1.966, siendo el segundo mandatario del legendario ciclo de nuestra historia política conocido como el Frente Nacional. Hay quienes alegan que con dicha fecha, el 02 junio, quiso rememorarse la vida y obras del Sumo Pontífice de la religión católica Juan XXIII que había muerto un día como este en el año 1963 y de quien se decía era miembro de familias muy humildes y de origen netamente campesino.

En todo caso, haya sido como haya sido el origen y la inspiración  de dichas festividades, lo cierto es que a ello se ha reducido dicho reconocimiento, a celebrar, y eso que cada vez más tímidamente, el presente y futuro de uno de los sectores más trascendentes y necesarios para la subsistencia futura del resto de la población, por ser ellos- los campesinos- y lo que hacen, muy importantes, tal vez imprescindibles, en la cadena de valores y de supervivencia de la humanidad misma.

Digo que un tema tan especial y significativo se ha reducido a una simple fiesta, porque eso fue lo que dijo concretamente el aludido decreto, cuando en su artículo segundo estableció que “Corresponderá al Alcalde de cada Municipio, con la colaboración de los funcionarios oficiales y de los institutos vinculados al fomento agrícola, ganadero y forestal, la elaboración de programas especiales para exaltar los méritos y la laboriosidad de las personas dedicadas a las labores agrícolas o ganaderas en la respectiva jurisdicción”.

Quizá por eso será que a los campesinos no les ha ido bien en el reparto o distribución de los inmensos presupuestos públicos que se imparten desde esas calendas (inclusive desde mucho antes), pues desde el principio, como en el circo romano (lugar de “espectáculos y representaciones que conmemoraban los acontecimientos del Imperio”, haciendo olvidar los verdaderos problemas y penurias que por alguna situación agobiaban al gobierno y/o a la población), año tras año, se apaciguarían sus penas, falencias y necesidades con unas fiestas, que por solemnes que sean, o hayan sido, en nada contribuirían a reducir la inmensa brecha social y política que los ha diferenciado con respecto a otros sectores sociales en este país, en donde infortunadamente, desde los mismos cimientos de la república, nos hemos caracterizado por una penosa y deplorable división de clases y de discriminaciones, también sociales y políticas, en las que – a decir verdades- nada bien le ha ido a las poblaciones campesinas y a los territorios rurales en nuestra nación.

Es indudable que Colombia, a pesar de ser hoy una nación con tendencia a la conurbación (crecimiento excesivo y desordenado de los centros urbanos), por la violencia, la pobreza y los frecuentes conflictos sociales y/o políticos que le han caracterizado a lo largo de su historia, sigue sosteniendo una gran vocación agrícola. Pero, aún y con todos estos problemas – y tal vez hasta por esas mismas dificultades- la ruralidad es, y será hacia el futuro, uno de los eslabones más fundamentales para la supervivencia no solo de las áreas urbanas, sino también de la totalidad del sistema social, político y económico mismo.

Lo único cierto es que cada vez son más arduas y difíciles las situaciones por las que tienen que atravesar las poblaciones que -por origen y tradición- han nacido y vivido en el campo; por falta de presencia estatal y de una armónica y real sincronización y armonización entre las distintas instituciones y autoridades encargadas del inmenso e ineludible compromiso de orientar el debido equilibrio que debe existir entre el sector rural y el urbano (economía, política, producción, seguridad, educación y servicios públicos, entre otros) para que los recursos, dificultades, potencialidades, riquezas  y, en especial, sus ideas y aspiraciones (derechos) puedan ser gestionados en beneficio de todos y no en detrimento de un sector tan neurálgico y clave como es el sector rural en un país como el nuestro.

Así pues que ayudar, respetar, proteger y garantizar sus luchas y reivindicaciones no es solo un derecho fundamental de los campesinos, también es una obligación del Estado y la sociedad entera, pues de su suerte y/o éxitos, dependerá en gran medida el bienestar del resto de la población.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Comunitaria; en Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magíster en Gobierno.