¿Quién es usted?
Por María Pérez Vallejo – mariaperezvallejo@gmail.com
Es domingo, suena mi alarma a las 09:00, debo levantarme a terminar cosas del trabajo, mañana tengo reunión a las 06:00. Mi padre está en la cocina intentando preparar café, pero no lo encuentra. Le doy un beso y, en silencio, abro la alacena y saco el tarro del café, que está en la segunda repisa. Lo beso nuevamente. Me pide que compre algo para el desayuno. Al preguntarle qué desea, me responde: “eso tú lo sabes mejor que yo”, y sonríe.
No me baño. Voy al clóset y me pongo ropa de esa que hace años no uso, con la que solía ir al gimnasio. Sé que algunas de las vías están cerradas a esta hora, por lo que voy a la panadería caminando.
Regreso con esos rollos de toda la vida, que son rojos por fuera y vienen con algo dentro que nunca he podido saber qué es. No les encuentro la gracia, pero a él le encantan. Traigo también panes rellenos de varias cosas, pues últimamente su gusto es más cambiante. Compro helado y fruta, sé cuánto le fascina ese combinado media hora después del desayuno, ese capricho no lo ha perdido aún.
“¿Quién es usted?”, me pregunta con extrañeza cuando entro a la biblioteca. Se me arruga el alma cada vez que escucho esa frase. Con suavidad y ternura lo miro y le respondo lo mismo que siempre: “nadie especial, papito querido, alguien que te quiere y se preocupa por ti”. Continúa leyendo el periódico, como si la conversación nunca hubiese existido.
Al cabo de diez minutos de lectura, comienza a contarme que su amigo de la infancia lo llamó anoche. “Te dio el oso de peluche que tienes en tu cama, ¿recuerdas?”, me pregunta. Asiento, pensando cómo puede recordar ese insignificante peluche mientras olvida diariamente que soy su hija.
Después de desayunar, volvemos a la biblioteca y le entrego nuevamente el periódico. Le advierto, que estaré en el comedor terminando asuntos pendientes de la oficina, en caso de que necesite algo. Me abraza y continúa su lectura.
Me siento a trabajar pensando cuánto desearía que mamá estuviera aquí. Seguro ella sabría qué hacer para detener o hacer más llevadera esta cruel enfermedad que cada vez avanza más rápido, que cada día elimina de su cabecita más cosas, más recuerdos, más rostros. Sí. Alicia, mi madre, tendría la solución.
Son las 3 de la tarde. Salgo al jardín y ahí está, sentado, tomando café. De lejos puedo ver en su cara que no sabe qué hace ahí, ni cómo llegó. Se concentra luego, mirando cómo los pajaritos comen todo lo que encuentran en el camino. Me siento a su lado, le cojo su mano y da un pequeño brinco en su sitio, sin embargo, no la retira.
Le pregunto qué hace sentado ahí tan concentrado, me mira y se iluminan sus ojos de la forma en que solo lo hacen cuando se acuerda de ella. “Nada, Alicia”, me responde. “Estoy esperando que nuestra hija llegue. Me dijo que iba por el desayuno y no volvió”.
Lo miro y sonrío. Sí. Le doy una de esas sonrisas amargas. Lo abrazo, lo abrazo fuerte. Poso mi cabeza sobre su hombro y, mientras las lágrimas corren por mis mejillas, le susurro: “tranquilo amor de mi vida, ya vendrá, mientras tanto, esperémosla juntos”.
“No llores porque no te reconoce: sonríele porque tú sabes quién es”.
En homenaje a todos aquellos que sufren de Alzheimer y a sus familias que, incansablemente, siempre están ahí.