EDITORIAL

Todos le caemos al Presidente, cuando la institucionalidad bambalea. Pero, aquellos que cumplen funciones públicas continúan campantes.

Al igual que el control del orden público, la atención al ciudadano requiere de la autoridad y el peso de la ley que obligue a los funcionarios a hacer las cosas bien y en términos.

La institucionalidad de Colombia está en manos de los servidores públicos y de las personas que directa o indirectamente cumplen una función pública que, con sus malos servicios la están dejando chorrear por entre los dedos de sus propias manos. En todos los despachos públicos convirtieron las tutelas en la disculpa perfecta para congelar la justicia en los juzgados y retener el proceso normal de atención al pueblo.

Todo es un asunto de falta de autoridad y orden en la administración y en el manejo de la información pública que hoy se hacen tal como se hacían en épocas de la Constitución de 1886 y, de pronto, con más enredos y marañas que no existían antes. Ahora es común que un servidor público termine su jornada cansado, pero con una fuerza de valiente, cuando dice: ¡hoy logré resolver dos tutelas!, pero guardando en silencio, que no hizo nada más. No hizo lo que tenía que hacer normalmente, produciendo el cúmulo de trabajo, para que los usuarios pasivos vayan cambiando su tono y pasen a “tutelar verracos”, hasta lograr el servicio requerido.

En 1991 nacieron las solicitudes respetuosas (derechos de petición) y las tutelas. No obstante, después de treinta años que lleva “este invento”, el Estado no ha querido prepararse realmente para atenderlas, de tal forma que se acaben o que se resuelvan de fondo y en términos, y que al mismo tiempo, la atención a los ciudadanos que acuden a las tradicionales solicitudes de manera presencial, telefónica o virtual, se preste de manera cordial y eficaz. Por el contrario, hemos llegado a la penosa situación que, por insinuación de los mismos funcionarios, inducen al ciudadano para que acuda al engorroso trámite de Derechos de Petición o al corrupto proceso de las intrigas o palancas políticas para que sean atendidos.

Así, los derechos de petición, que en un principio gozaron de atención y respeto, ahora son “tutelas en potencia”, al no producirse respuestas de fondo o se producen fuera de términos, al amparo de una tranquilidad, pues nadie parece vigilarlos, porque aún no son tutelas. Por lo que, de ahí en adelante, al usuario solo le queda pensar en un abogado particular, el que a su vez acude a esa vía efectiva capaz de arrear a las personerías, los juzgados y las oficinas públicas: la tutela.

Algunos funcionarios públicos colombianos no ven ventajas en atención inmediata y efectiva a los ciudadanos. Prefieren “irle haciendo a los derechos de petición y a las tutelas” y esperar un mes, dos meses, tres meses y hasta tres días de casa por cárcel por desacatos. Las tutelas suspenden todos los trabajos del día a día, en la oficina que les corresponda atenderla y, si prosperan, la impugnación cae como palo en la rueda en la oficina del jefe que sigue y, si allí no se cumple, viene el desacato que no solo congela las demás actividades, sino que enloquece el despacho del “Gran Jefe” y, entre tanto, nadie hace nada más, para que no vaya a la cárcel.

El éxito de la función pública ante las tutelas, es trabajar eficazmente en la atención normal a la ciudadanía, hasta que los mismos ciudadanos eliminen la necesidad de acudir a estas. Pero en Colombia no: en medio del boom de la ciencia, la tecnología de la información y la comunicación, el estado colombiano ha perdido 30 años, incluidos varios decretos presidenciales –cantos a la bandera–, en los que pudo haber simplificado, modernizado y tecnificado los trámites, garantizando superar las ventajas que ofrece una tutela.

Y no se trata de más burocracia, que es lo único que se siente crecer. No. El mundo y Colombia cuentan con internet, correo electrónico y teléfonos fijos y celulares, desde antes del primer decreto de simplicidad de trámites del siglo pasado. Hace más de quince años cuenta con WhatsApp, manejo de voz y datos, nubes como medio de almacenamiento virtual y redes sociales. El mundo cuenta hace más de 10 años con todos los medios tecnológicos para que cualquier solicitud de usuarios se pueda resolver de fondo el mismo día que un ciudadano lo radique, por cualquier medio. El Estado ha tenido suficiente tiempo, recursos y tecnología en sus manos, para haber reemplazado ya las tutelas y los derechos de petición, normalizando sus trámites de tal forma que las respuestas sean instantáneas.

Y no es por desconocimiento de la tecnología. Demuestran conocerla el Presidente, los alcaldes, gobernadores, los funcionarios públicos, los colombianos y el mundo en general: a todos, les ha bastado poner un tuit, un mensaje de WhatsApp, un correo electrónico o una llamada celular, para informar o enmendar situaciones personales en un segundo. Pero la función pública y la justicia, no. Tan atrasados, que continuamos notificando por medio de edictos pegados en una de las paredes del despacho, lo que es una técnica de hace más de doscientos años, cuando los ciudadano tenían que pasar por esa pared cuando iban a misa. Época histórica en la cual sólo existía el edicto y la corneta, como medios de información.

No obstante, con tanta tecnología en Colombia, llegamos a la lamentable y precaria situación, que las oficinas de atención al público no tienen siquiera telefonía fija oficial,  y donde hay, también tienen identificador y no contestan y el que contesta, mama gallo con actitudes dilatadoras que no resuelven nada. El Estado tiene que institucionalizar algún sistema (sin más burocracia) capaz de vigilar, controlar y castigar con todo rigor, oportuna y honestamente, el incumplimiento de las respuestas y atención al pueblo, hasta que a cada servidor público le quede en claro, que lo que tienen que hacer no se trata de una colaboración personal para tramitar cuando les venga en gana. Que se trata de una obligación social, laboral y legal, que si no se cumple es porque no nació para ser un servidor público. Mejor y más fácil eso, para la carrera administrativa, que gastarnos la vida contando, validando y admirando grados de estudio y acreditaciones que en nada contribuyen para la atención a la ciudadanía…