Por Iván de J. Guzmán López

Cuando Daniel Quintero resultó elegido alcalde de Medellín, muchos, en respeto a la democracia, pensamos ingenuamente que al final su elección pudiera ser la oportunidad para un cambio necesario en la manera de gobernar a Medellín; eso nos tranquilizó un poco y los que no votamos por él (para nadie es un secreto que no voté  por él; porque, para algo ha de servirnos la historia, y ella nos alertaba de anteriores personajes embluyinados e igual jerigonza promesera predicada de bus en bus, que al llegar a los pisos 12, sometieron la ciudad a la delincuencia a la corrupción y al degobierno) nos sentimos conformes, a la espera, por algunos meses.

Muy pronto, muchos de sus electores, unos ingenuos, otros no tanto porque fueron conservadores, liberales, verdes, “independientes”, entre muchos otros especímenes con cálculos previos, se desencantaron.

Del desencanto se pasó a la polarización: los que siguieron en las filas quinteristas y “del cambio”, cayeron en las mañas del gobernante, en la sumisión y en la desvergüenza. Muchos periodistas fueron cooptados, autocensurados, amordazados o sometidos por un almuerzo o un puesto para ellos, sus mujeres, maridos, hijos, nueras y hasta nietos. Al reyesito se le plegaron abogados, ingenieros, economistas, y una larga lista de profesionales que entregaron sin vergüenza sus éticas profesionales, y engordaron a un alcalde que poco a poco fue mostrando garras de “progre” y llevando a la ciudad a la podredumbre administrativa, cultural, educativa, física y social de manera inimaginable.

El balance Quintero no podía ser más triste: entregó su poder a varios meses de terminarlo legalmente, para aupar a un personajito igual o peor de siniestro que él, para, finalmente, quemar su grupo político y ganarse un puesto en la historia como el alcalde más impopular de Medellín en los últimos 30 años, al dejar una ciudad convertida en muladar, llena de delincuencia, instituciones resquebrajadas, anarquía vial empresarios vilipendiados y el centro de la ciudad entregada sin pudor a la invasión del espacio público, a la delincuencia, la suciedad, la indigencia y el consumo de toda porquería de alucinógenos, sin control alguno.

Gracias a la poca democracia que aún nos queda, fue elegido el ingeniero Federico Gutiérrez, con un acompañamiento masivo de ciudadanos representado en 689 mil votos, que le significaron el 73,4% del total de sufragios obtenidos en la ciudad. Sin duda, el pingue 10,1% de los votos logrados por su candidato ventrílocuo Juan Carlos Upegui, fue un castigo a su dañina gestión.

El popular Fico, recibió una ciudad en cuidados intensivos, con su tejido social absolutamente roto, calles y aceras atormentadas de vicio, la educación en medio de corrupción rampante, ocupación de espacio público y muy poco respeto por el peatón; una secretaría de Movilidad (que es más bien de inmovilidad) por su inoperancia; una delincuencia empoderada en barrios y muy especialmente en el Centro, sin contar los problemas de drogadicción, mendicidad disparada y vías enteras (incluidas la peatonales) convertidas en parqueaderos públicos, letrinas y botaderos de basura.

Los noticieros nos dicen y muestran que en Cali ya están (con el alcalde a la cabeza) interviniendo el espacio público y el Tránsito); en Bogotá se está atacando la delincuencia y trabajando en infraestructura; en Bucaramanga hay una decida apuesta por la ciudad y, con todo mi aprecio por los amigos que llegaron a la alcaldía de nuestra ciudad, debo decir que la comunidad aún no percibe la mano de Fico.

Por lo pronto, apreciado alcalde, ante la pobreza y el espectáculo que nos dejó Quintero, los ciudadanos tenemos que exclamar:

Urgente: ¡a limpiar la ciudad!