Por Iván de J. Guzmán López

La semana pasada escribí sobre la corrupción, y algunos amigos me comentaron, con sorna evidente pero fraternal, que ya estaba como Juan El Bautista: predicando en el desierto. Y eso parece verdad, desde hace 47 años. La primera denuncia de corrupción que hice en un periódico, fue el que sucedió por las calendas presidenciales de Alfonso López Michelsen (entonces jefe del Movimiento Revolucionario Liberal, el famoso MRL, esperanza del momento para combatir la desigualdad y la corrupción, ya rampantes en 1974), y versaba sobre el escándalo de la hacienda La Libertad. Específicamente, consistía en una larga y costosa  carretera mandada a construir para favorecer el fundo de uno de sus hijos, en los llanos. 

El libro bifronte de la corrupción y lo mágico en Colombia, es escabroso. Hoy, domingo 5 de mayo de 2024, en el atrio de mi parroquia, encontramos, camino del servicio dominical, a dos jóvenes mutilados de ambas piernas por acción de minas antipersonal, en una operación de desminado que realizaban en el campo colombiano, en 2014, según relatan. Estos jóvenes estaban mercadeando manillas y demás bisutería barata, en busca de recursos económicos. Estos héroes deberían ser pensionados por el ejército colombiano, o estar trabajando en asuntos de oficina, como hijos predilectos de la patria, en vez de estar casi al borde de la mendicidad y de la exposición de su desgracia por defender a los colombianos. Estoy seguro que son soldados de Colombia, porque tuve la suerte de trabajar en el Departamento Administrativo de la Presidencia, DAPRE, con el gran amigo Juan Camilo Restrepo Gómez, durante su paso fructífero como Alto Comisionado de Paz, y conozco la naturaleza y el lenguaje del sacrificado grupo responsable del desminado humanitario; porque vestían con pulcritud sus uniformes militares y porque estaban acompañados de buen número de miembros de la policía.

Lo que más impacta de ver estos jóvenes en condición de discapacidad física, es el pensar que mientras ellos están en el atrio de una iglesia, implorando la buena voluntad de la comunidad, tal vez quienes sembraron las minas antipersonal que les costó la amputación de sus miembros inferiores, fungen como senadores o aparecen muy majos en la cámara de representantes, con escoltas bien armados, unidad de trabajo legislativo y un jugoso salario, pues el gobierno Petro firmó hace poco el aumento del salario de los congresistas: ahora los parlamentarios en Colombia ganarán casi $50 millones al mes; es decir un aumento retroactivo a enero de 4 millones de pesos. Esta es Colombia; este es el país del cambio y, así, la corrupción se hace más saludable.

La otra cara del libro, la de la corrupción, quedó full color esta semana, y la padecimos nacional e internacionalmente los colombianos, cuando un exfuncionario de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD),  Sneyder Pinilla, reveló el pasado viernes 3 de mayo, que utilizó dineros de la entidad para pagar millonarias coimas al presidente del Senado, Iván Name, y al de la Cámara de Representantes, Andrés Calle, por cuantía de 3 mil millones y mil millones respectivamente, con el fin de que se aprobaran en el Congreso las reformas sociales presentadas por el gobierno del presidente Gustavo Petro.

Más horroroso no podía ser: el gobierno predica lucha, crea comisiones, monta equipos anticorrupción, y más corrupción se genera al interior del propio gobierno, como una suerte de realismo mágico, inverosímil para García Márquez, mismo. No hay nada más despreciable que predicar para salir a pecar. Tal parece que sucede en Colombia. La vehemencia del gobierno en campaña prometiéndole a los jóvenes, a los sindicalistas, a los obreros, a los campesinos, a Colombia entera de acabar la corrupción, es patética; la promesa hecha hace poco a Colombia de bocas de Iván Name y  Andrés Calle por cuanto medio se les atravesó de no permitir la corrupción en esas células legislativas, empezando por no dejar pasar reformas regresivas y cargadas de cálculos ideológicos y electoreros, me hace pensar dos cosas: la primera, que estamos ante el momento más oscuro de la política colombiana y de la ética de nuestros gobernantes; y la segunda, que Name y Calle, son víctimas de la más atroz calumnia (cosa que no es difícil en Colombia; si no, que lo diga mi amigo el exdiputado del Valle, el doctor Sigifredo López) con un solo objetivo: lograr a como dé lugar la disolución de senado y cámara, para obligar a una reforma constituyente, que le otorgue poderes omnímodos a un personaje oscuro, que generalmente deviene en tirano y masacrador de las instituciones democráticas.         

Por la salud de Colombia, por nuestro bienestar como nación, por la defensa de la democracia y de las instituciones,  esperemos que lo de Name y Calle, se correspondan a un falso positivo, a una calumnia neroniana, porque, de ser cierto, estamos ante la noche más oscura de la corrupción y al borde de la tiranía más abyecta que se haya sospechado en momento alguno para nuestra patria y para todos nosotros, ciudadanos que queremos paz y libertad.