Por Luis Alfonso Pérez Puerta.

En un día corriente, un perro callejero deambulaba lentamente hasta que divisó a alguien absorto en su móvil. El can corrió, sorteando los vehículos con suerte, hasta llegar al lado de la persona que había estado buscando durante mucho tiempo. Finalmente, había llegado el momento del esperado encuentro con su amo. Aunque el hombre temió un posible ataque, el perro callejero anhelaba únicamente caricias y el roce de su rostro.

Con gestos amistosos, el perro mostró la correa, pero el caballero inicialmente la rechazó y continuó su camino, con el perro siguiéndole de cerca. Juntos llegaron al edificio donde residía el hombre. Rendido ante la mirada suplicante del animal, el caballero se agachó para acariciar y rascar detrás de sus orejas. El perro, agradecido, respondió con besos y un abrazo afectuoso.

Con el perro en brazos, entraron al edificio, tomaron el ascensor y llegaron al apartamento. “¿Cuál es tu nombre?”, preguntó el hombre. El perro aulló y corrió hacia la pared donde estaba colgada la fotografía del Dios Eros, emitiendo un largo y agudo aullido. “¡Eros!”, exclamó el hombre.

Eros se acercó al caballero y se fundieron en un abrazo. Desde ese día, compartieron espacio y tiempo, el humano y su leal compañero canino.