Por Margarita María Pérez Puerta

Un día cualquiera estábamos reunidos en una sesión de la tertulia literaria coordinada por el periodista Reinaldo Espitaleta, analizando y comentando una obra literaria que ya, previamente, habíamos leído.

En el conversatorio, cada usuario iba despejando aquello ambiguo que al leer quedó en mi mente. Alguien miro el reloj y dijo: “Ya van a hacer las nueve”, pero no hicieron porque ese conversatorio nos tenía prisioneros de aquella explicación rica que nos sacaba de ese vacío  que nuestro intelecto no puede descifrar. Mi hermano aportaba su opinión porque su audición dormida le impedía entender, pero él  aportó una dosis a mi ambigüedad que me dejó cuando leí dicha novela que nos mostraba la depresión económica de 1929.

Finalizó la tertulia. Saliendo de la biblioteca, mi hermano nos comentó a un amigo y a mí que “no estaban hablando en buen tono”, ya que su entender estaba vacío del saber en la lectura misma. Sólo sonidos lejanos que dejaron su mente como una tabla rasa. 

Nuestro amigo le dijo: “oh, ¿qué te pasa? ¿Estabas sordo o dormido? Debes ir al médico.”  Yo agregué: “el taller estuvo conciso y claro para sacarme de dudas sobre algo que había quedado ambiguo.

Mientras caminábamos, charlaba con nuestro amigo sobre el libro para ver si mi hermano podía oír algo, pero su canal auditivo se encontraba en un vacío sin límite.

Mi hermano fue al médico y le autorizó un lavado de oídos. Cuando le extrajeron el exceso de cerumen, salió oyendo demasiado.

¡El hombre es ojo y oído en cada palabra que oye y escribe a diario!