Por Iván de J. Guzmán López

Ivanguzman790@gmail.com

El pasado sábado 24 de abril, celebramos otro día del idioma. Esta vez no me iré por el camino de la historia para hablar de nuestro idioma español; hoy tomaré el atajo que me lleva a quererlo cada día màs. Un atajo que va a su esencia. Y su esencia es su bella cualidad de romántico.

Según encuesta realizada en 2015 por la Aplicación Lingüística de Babbel, el español es el tercer idioma más romántico del mundo, y considerado por los participantes en dicho estudio como “sensual y atrayente”. Y yo diría, siempre joven y hermoso, en virtud del uso de variantes dialectales en todo el mundo, que hacen de él un idioma vivo, que se rejuvenece a diario con el habla del pueblo; y la Academia Española de la Lengua, así lo reconoce e incorpora a la norma culta, año a año, a decenas de nuevas palabras. Súmele a ello su rica sinonimia y el amplio campo semántico que acompaña a sus casi cien mil palabras.

Es claro que millones de personas en el mundo desean aprender la lengua de Cervantes por esta razón. ¡La imagen romántica de nuestro idioma beneficia la enseñanza del español en todo el mundo! Y así lo entienden las miles de personas de muchos confines que desean dominarlo.

La escala de idiomas considerados románticos por los encuestados, es la siguiente:

Francés, 34 %; Italiano, 24,4 %; Español, 15,08 %; Inglés, 12 %; Alemán, 3,4 %; Portugués, 3 %.

Difícil destronar el glamur del francés, engalanado con la fuerza de sus escritores y su romántica y épica Marsellesa (¡Dios santo! / Encadenadas por otras manos, / ¡nuestras frentes se inclinarían bajo el yugo! / ¡Unos déspotas viles serían / los dueños de nuestros destinos! ); Imposible desconocer la carga romántica del pueblo del patriota Giuseppe Garibaldi, con sus góndolas botadas en los canales de Venecia; la tierra del gran Leonardo iluminando al mundo, la Italia con sus campiñas y sus viñedos y sus pasajes que le cantan con dulzura al amor; pero ese tercer lugar que goza el español, tan bien ganado en el mundo y en el corazón de sus hablantes (y el oído de las damas y la sensibilidad de los niños), está floreciendo día a día en nuestra literatura, y en esa herencia que nos dejó el Quijote en los campos y en el alma de los hispanohablantes. Veamos:

Octavio Paz, dice: “El amor es intensidad y por esto es una distensión del tiempo: estira los minutos y los alarga como siglos”.

En La mala hora, dice bellamente García Márquez:

“El padre Ángel se incorporó con un esfuerzo solemne. Se frotó los párpados con los huesos de las manos, apartó el mosquitero de punto y permaneció sentado en la estera pelada, pensativo un instante, el tiempo indispensable para darse cuenta de que estaba vivo, y para recordar la fecha y su correspondencia en el santoral. ‘Martes cuatro de octubre’, pensó; y dijo en voz baja: ‘San Francisco de Asís’”.

O, en El amor en los tiempos del cólera:

“Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino  de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la  casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro”.

La chilena Isabel Allende, escribe: “Tal vez estamos en el mundo para buscar el amor, encontrarlo y perderlo, una y otra vez. Con cada amor volvemos a nacer y con cada amor que termina se nos abre una herida. Estoy llena de orgullosas cicatrices”.

“Y para estar total, completa, absolutamente enamorado, hay que tener plena conciencia de que uno también es querido, que uno también inspira amor”, escribe Mario Benedetti.

El poeta español Antonio Machado, expresa: “Dicen que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer”.

Rosa Montero, la periodista y escritora española, anota:

 “El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y así, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazón capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos.”

Nuestro homenajeado, el novelista, poeta y dramaturgo español, don Miguel de Cervantes, escribió: “El amor es invisible y entra y sale por donde quiere sin que nadie le pida cuenta de sus hechos”.

Nuestro tristemente olvidado poeta del Sinú, el cartagenero Raúl Gómez Jattin, en un poema hermoso dedicado a su madre (muy a propósito, porque ya viene el mes de mayo), escribe:

Más allá de la noche que titila en la infancia.

Más allá incluso de mi primer recuerdo

está Lola -mi madre- frente a un escaparate

empolvándose el rostro y arreglándose el pelo.

Tiene ya treinta años de ser hermosa y fuerte

y está enamorada de Joaquín Pablo -mi viejo-.

No sabe que en su vientre me oculto para cuando

necesite su fuerte vida la fuerza de la mía.

Más allá de estas lágrimas que corren en mi cara

de su dolor inmenso como una puñalada

está Lola -la muerta- aún vive vibrante y viva

sentada en un balcón mirando los luceros

cuando la brisa de la ciénaga le desarregla

el pelo y ella se lo vuelve a peinar

con algo de pereza y placer concertados.

Más allá de este instante que pasó y que no vuelve

estoy oculto yo en el fluir de un tiempo

que me lleva muy lejos y que ahora presiento.

Más allá de este verso que me mata en secreto

está la vejez –la muerte- el tiempo inacabable

cuando los dos recuerdos: el de mi madre y el mío

sean sólo un recuerdo solo: este verso.

La muy uruguaya Juana de Ibarbourou, en su poema Elogio de la lengua castellana, dice:

¡Oh, lengua de los cantares!

¡Oh, lengua del Romancero!

Te habló Teresa la mística,

te habla el hombre que yo quiero.

En ti he arrullado a mi hijo

e hice mis cartas de novia.

Y en ti canta el pueblo mío

el amor, la fe, el hastío,

el desengaño que agobia.

¡Lengua en que reza mi madre!

Y en la que dije: ¡Te quiero!

Una noche americana

millonaria de luceros.

La más rica, la más bella,

la altanera, la bizarra,

la que acompaña mejor

las quejas de la guitarra.

¡La que amó el Manco glorioso

y amó Mariano de Larra!

Lengua castellana mía,

lengua de miel en el canto,

de viento recio en la ofensa,

de brisa suave en el llanto.

La de los gritos de guerra

más osados y más grandes,

¡la que es cantar en España

y vidalita en los Andes!

¡Lengua de toda mi raza,

habla de plata y cristal,

ardiente como una llama,

viva cual un manantial!

Quedaría por citar cientos de poemas y poetas, decenas de novelas, miles de cuentos magistrales, como los de Horacio Quiroga o nuestro Hernando Téllez, por ejemplo, donde el romanticismo está expresado vigorosamente en cada palabra, en cada verbo, en cada sustantivo, en cada imagen, sin importar el formato del texto.

A lo anterior, referido exclusivamente a nuestra patria, digamos que con justa razón los españoles (y aún los castellanos màs auténticos) consideran que el país de América donde mejor se habla el español, es en Colombia.  No dejemos morir jamás esta fama tan bella, bien ganada por años de estudio, de lectura y de trabajo, de  un pueblo esencialmente romántico y bueno, como lo es nuestra  Colombia.

Decía mi maestro Manuel Mejía Vallejo (nacido el 23 de abril de 1923, en la tierra jericoana), que el mejor homenaje que se le hace a un escritor, es comprarle el libro y leerlo. Yo digo que el mejor homenaje que podemos hacerle a nuestro idioma, cada 24 de abril, es respetarlo, quererlo y cultivarlo.