VINO CORCHO: UNA MUJER QUE ENCARNA EL CAMBIO QUE QUEREMOS*

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“Tengo un álbum titulado Indispensables, con fotos de las personas que han marcado mi vida. Obviamente Corcho está allí. Y cuando la veo convertirse en símbolo de revolución, entiendo algo muy simple pero emocionante: la cosa esta cambiando. Y está cambiando como queríamos que cambiara“.

_Por: Amalia María Cano-Castaño para Imprenta Republicana_

Fecha: 23 de octubre de 2025

Me doy cuenta de que la cosa está cambiando. Y está cambiando como yo quería que lo hiciera. Porque cuando uno ve a una de sus mejores amigas de adolescencia y juventud –a una de las suyas– posicionarse con contundencia como la mujer que podría llegar a ser la primera presidenta progresista de Colombia, entiende que el país ya no es el mismo.

Por estos días se viene hablando bastante de Carolina Corcho, se dicen verdades y también muchas mentiras. A mí me genera dolor, pero sobre todo rabia, escuchar y leer tantas cosas injustas y absurdas que se dicen sobre ella. Aunque, en el fondo, lo que más siento es una felicidad inmensa y un orgullo enorme de verla en acción, tan ella, tan Corcho como cuando la conocí.

Ustedes la ven ahora: una mujer madura, segura, preparada, con esa solvencia intelectual que la distingue, esa capacidad de sostenerse con dignidad ante la crítica, de responder con conocimiento y convicción a periodistas y contendores. Seguramente, muchas (os, es) se están formando una opinión sobre ella, sintiendo emociones diversas, ojalá también muchas ganas de apoyarla para que continúe el proceso de transformación que ya se ha iniciado en nuestro país. Y yo veo a mi amiga hecha un mujerón, y se me expande el pecho de nostalgia y regocijo, porque lo que tantas personas descubren hoy, yo ya lo había visto décadas atrás, en el colegio, cuando la Corchis exponía, participaba en mesas redondas, charlaba durante el descanso, nos llamaba a la acción, presentaba sus propuestas como candidata a la personería del Liceo… todo eso con gestos idénticos a los que vemos hoy, con esa mirada atenta que te deja saber que te está escuchando, que está analizando lo que estás diciendo, los mismos ademanes, y sobre todo la misma risa sonora –con la cumbamba inclinada y arrugando la nariz– que me transporta directico a esos años en los que cambió el milenio. Entonces respiro hondo y me digo: “Definitivamente Corcho siempre ha sido una tesa. Ella va a ser la presidenta, va a seguir trabajando incansablemente para que Colombia sea para el disfrute y goce de todas (os, es), un país socialmente justo, digno y abundante para todo el mundo; que es lo que siempre hemos querido.”

Apoyo a Corcho. Lo hago con el corazón tranquilo, porque la conozco. Compartimos vida, sueños, risas y también silencios. Pertenecemos a la misma generación, esa a la que se le encargó salvar el mundo y hacer el bien sin mirar a quién. Veo que ella se tomó ese mandato muy en serio, con el rigor y la responsabilidad que siempre la han caracterizado.

Y sí, confieso que a veces, cual fan enamorada, le tiro un pico a la pantalla del celular mientras la veo a ella en una entrevista explicando –por enésima vez– que es falso que Petro haya acabado con la salud, que lo que enfrentamos ahora es un sistema que viene con fallas profundas, advertidas desde hace más de quince años por la Corte Constitucional y reiteradas por la Contraloría, y que lo que se necesita es un cambio estructural que permita solucionar el problema de raíz. O cuando dice: “La palabra tiene que tener un valor”, o “Yo creo que mi padre forjó en mí una mujer para luchar por la igualdad y una mujer para que fuera rebelde y crítica con la injusticia.” Ahí mismo sonrío, porque esa es la misma Corcho que conocí en la adolescencia: íntegra, estudiosa, argumentada, entusiasta, solidaria, valiente de verdad.

Conocí a la extraordinaria Diana Carolina Corcho Mejía en 1995, en el Liceo Salazar y Herrera, un colegio católico arquidiocesano ubicado en la Comuna 12 de Medellín, en el tradicional barrio La América. Corcho llegó al colegio dos años después que yo, coincidiendo su llegada con las bodas de oro del Liceo, como si la historia misma le hiciera un guiño al valor que traía consigo.

El primer día que hablé con ella fue después de clases, en el salón donde practicaba la tuna del colegio. Me había dejado convencer por mi amiga Alexandra para inscribirme en alguna actividad extracurricular. Ahí estábamos, algo desubicadas, cuando Corcho se nos acercó y nos habló con familiaridad, como si nos conociera. Entre charla y charla, nos contó que le gustaba mucho el vallenato porque era la música de sus ancestros, del Caribe colombiano. Sí, desde los doce años, ya se enorgullecía públicamente de sus raíces.

Desde que entró al “ _Salacho_ ” –así comenzó a llamarlo, quizá en referencia al apodo de la Universidad Nacional de Colombia–, se destacó no solo por sus notas impecables, sino por su habilidad para comunicarse y dinamizar. Corcho es una líder innata, no busca protagonismo, quiere cambiar el mundo en compañía, en colectivo. Ese mismo año nos convocó a Paula, Norha, Luzpa, a mí y a otras compañeras para formar un grupo ambiental y social. Le pusimos “Todos Somos Iguales”, la sigla era T’SI; yo nunca estuve de acuerdo con el uso de ese apóstrofe, pero a Norha, quien diseñó el logo, le parecía que quedaba bien. Nuestra principal actividad fue de sensibilización, con carteles hechos a mano y dispuestos en parques urbanos.

Hablaba mucho de su familia, sobre todo de su papá. Lo admiraba profundamente, y le encantaba aprender de él. Como era profesor universitario, ella tuvo un acercamiento temprano a la Academia. Le emocionaba contarnos las maravillas que aprendía a su lado. Pero sucedió lo que nunca debió ocurrir: en noviembre de ese año, su padre fue asesinado en Medellín. Tengo el recuerdo borroso de haber oído esta terrible noticia en la radio y llegar al colegio, donde todo era confusión. A varias compañeras nos llevaron a una ceremonia en la Asamblea Departamental de Antioquia; recuerdo el espacio cubierto de madera, la cantidad de personas, la solemnidad, la turbación. Creo que Corcho no volvió a clases ese año; faltaban pocos días para finalizar. Nunca hablamos directamente de lo sucedido.

A lo largo de los años siguientes, Corcho siguió destacándose. Tenía calificaciones superiores en prácticamente todas las materias, asumía diversos roles –compañera, monitora, representante de grupo– y, sobre todo, charlaba con todo el mundo. Ella no era de un solo parche, ella podía conversar con todas las compañeras del salón, sin importar qué tan distintas eran. No tengo en mi memoria recuerdos de Corcho peleando con nadie. Ella siempre dialogaba, incluso con aquellas que le habían hecho bullying en algún momento.

Año tras año, Corcho se fue convirtiendo en una de las alumnas más reconocidas del Liceo –no solo por estudiantes, sino también por docentes y directivas– dado su alto nivel académico, su excelente disciplina y conducta, su oratoria y su capacidad de liderazgo. Tenía algo muy especial: lograba ver en otros lo mejor, incluso cuando ellos mismos no lo notaban.

Un día Corcho dejó de decirme Amalia y comenzó a llamarme por mi segundo nombre: María. En boca de Corcho yo era María Cano. Resulta que “La Flor del Trabajo” es ancestra mía: era la tía de mi abuelito paterno, o sea la tía abuela de mi papá, y por lo tanto mi tía bisabuela; esto es, más o menos, un cuarto grado de consanguinidad. Sin embargo, en aquella época yo no era consciente de quién era ella ni de su impacto social, pero no se me haría para nada extraño que Corcho sí lo supiera. Me pregunto si me empezó a decir María porque le hacía gracia o si, de alguna forma, intuyó esa cepa antes que yo. Desde que tengo memoria he cuestionado por qué el mundo es cómo es, con opresores y oprimidos. Diría que mi sangre, emparentada con la de María Cano, resonaba con Corcho y comprendía su potencial para cambiar eso.

A Corcho le gustaba mucho Pink Floyd. Tenía la idea de que preparáramos una especie de performance de Another Brick in the Wall, con coreografía y mensajes sobre la educación. En ese momento no le entendimos, quizás nos sonó demasiado rara o atrevida esta invitación. Con el paso del tiempo comprendí mejor su inconformismo frente a los moldes impuestos, sus disertaciones en clase sobre la globalización, su interés intelectual por la comedia, su dedicación para enriquecer su vocabulario, su necesidad de ahondar en los pensamientos y de expresar sus ideas de forma clara y elocuente. Ahora entiendo que aquella propuesta no era una simple ocurrencia de adolescente, sino una metáfora de lo que vendría después, su vida entera intentado derribar muros.

Sus cuadernos eran siempre los mismos: los clásicos de Norma, con hojas amarillas y los Derechos de los Niños en la contratapa. Eso era tan de ella, tan coherente con su forma de ser: una niña que, a los doce años, sino antes, ya hablaba de derechos, de justicia, de igualdad. Y cómo olvidar a Einstein, su extrovertido perrito tipo pinscher o chihuahua, que ladraba y brincaba feliz –eso creo– cuando nos reuníamos en su hogar, en un apartamento de un conjunto residencial en Robledo, en la Comuna 7 al noroccidente de Medellín. Incluso alguna vez decidimos acampar en aquella unidad, aunque finalmente terminamos durmiendo bajo techo en su pieza.

Décimo fue un año muy importante en mi vida. Soy una persona introvertida, pero entonces lo era aún más. Por esto, la profe Viviana, nuestra consejera, decidió ubicarme entre compañeras más conversadoras, entre ellas Corcho. Parece que el cambio dio resultado: respondí bien al entorno y salí hasta buena interlocutora. Corcho se reía con mis ocurrencias y quiso que sus amigas también me escucharan. Pero cuando estábamos todas juntas, en ese nuevo grupo, me quedaba callada, dejando a Corcho como un zapato frente a quienes esperaban a toda una cuenta chistes profesional. Yo era como Michigan J. Frog, la rana de los Looney Tunes que canta y baila, pero no frente a todos. Con el tiempo fui agarrando confianza y me integré a este nuevo grupo de amigas –también obtuve un par de anotaciones en el libro de disciplina–; duramos varios años juntas, incluso después de graduarnos. Éramos seis: Bivi, Corcho, Luisa, Mónica, Yadi y yo; curiosamente cuando acordábamos encontrarnos por fuera del colegio, no se completaba el grupo, pero mínimo llegábamos tres. A esto le llamamos “la ley del cincuenta por ciento”.

Fue un gran año, hicimos muchísimas cosas, nos reímos un montón. Luisa, Corcho y yo inventábamos letras con el ritmo de canciones de moda, inspiradas en anécdotas propias y ajenas; nos pusimos “Alucor”, un acrónimo que mezcla nuestros nombres. Al finalizar décimo, en la biblioteca, escribimos un pacto de amistad, era un acta en la que nos comprometimos a reencontrarnos cinco años después, las seis, frente al Liceo. No lo cumplimos. Solo llegamos tres, cumpliéndose, eso sí, “la ley del cincuenta por ciento”.

¡Tengo tantos recuerdos de esa época! La Feria de la Ciencia en la que presentamos un modelo de ascensor eléctrico, la camaradería con los profesores, las dramatizaciones de alto nivel que incluían múltiples ensayos en la casa de Mónica en Prado Centro, donde también grabamos un video para una obra de teatro futurista que presentamos en la clase de inglés del profesor Over Wilson. Nos íbamos caminando desde La América hasta Prado porque nos manteníamos desplatadas. Corcho siempre era de las que proponía, organizaba, motivaba. El sentido del humor fue muy importante entre nosotras. Como aquella vez que, subiendo las escaleras del colegio, después del descanso, Juan Carlos le gritó desde abajo: “¡Corcho, o sea que entre vos y yo en este momento existe una fuerza de atracción!”. Estaban estudiando física, puntualmente la fuerza gravitacional, pero claro, todos nos reímos porque sonaba a otra cosa. Ella quedó perpleja un momento y luego se echó a reír como con nervios.

En once, el colegio pasó a ser completamente mixto, por lo que quedamos en salones distintos. Seguimos compartiendo en los descansos, reuniéndonos en las casas y cultivando nuestra amistad. Recuerdo un montón, especialmente ahora, cuando Corcho fue candidata a la personería. Su campaña se llamó ¡Vino Corcho!, y tenía como imagen una botella de vino espumoso abierta, con el corcho saltando y burbujas saliendo. Mi papá hizo el dibujo en Corel Draw, y nosotras imprimimos varias copias para pegar en las carteleras del colegio. Estoy casi segura de que Corcho fue la única candidata que no prometió piscina. No ganó, pero su campaña quedó en la memoria. Hoy, entre tantos diseños que los colectivos han hecho para la campaña de Corcho, he visto algunas piezas gráficas que han utilizado esta misma idea, representando con esa imagen la ruptura de barreras y la celebración del triunfo. Eso me hace sonreír y suspirar: siento que aquella idea juvenil, que quería juntar en una imagen su apellido y su grandeza, se transformó en símbolo.

Ella estudió Medicina en la Universidad de Antioquia y yo Biología, en la misma institución. Hijas de la educación pública, amantes de la UdeA, nuestra Alma Mater. Ambas asumimos su espíritu crítico, pero ella lo encarnó por completo. Ya es conocida en Colombia su trayectoria y logros: su trabajo como investigadora desde joven, su tránsito hacia las ciencias sociales y la política. Ella ha conectado siempre con la realidad, con la gente, con su gremio, con el país.

Con los años, la vida nos separó un poco, pero nunca del todo. A pesar de sus ocupaciones, siempre ha tenido tiempo para ayudarme, para guiarme y aconsejarme. Esa es la Corcho que conozco: la que no se queda en el discurso, la que actúa, la que enseña, la que soluciona. Esa misma que hasta hace poco recorrió la geografía nacional con sus Charlas sanas para un país enfermo, y la que lanzó la Escuela de Liderazgo y Formación Política para impulsar la agenda de transformación democrática de Colombia.  Ella es así: generosa con el conocimiento, disciplinada y leal. Una amiga que nos motiva a explorar el mundo desde distintas disciplinas, a no quedarnos con una sola mirada, a relacionar opiniones, a actuar.

Hoy, cuando la veo defender sus ideas y convicciones con serenidad y la misma persistencia, me emociona profundamente. Veo en ella a esa niña que hablaba como adulta y contagiaba la risa, a la estudiante que motivaba a las demás, a la mujer que nunca se rinde.

Ojalá este texto llegue a muchas personas del Salacho, especialmente a la promoción del 99, últimos bachilleres del siglo XX. Quizás recuerden aquella canción de la graduación que aún resuena en la memoria: “Ayer soñé con un país de leche y pan, de paz y amor, soy bachiller, soy liceísta, soy canto y vida, soy colombiano, me duele usted.”

A Carolina Corcho, sin duda, le duele este país. Pero no se queda en el duelo ni en el sueño: lo piensa, lo estudia, lo trabaja, lo defiende y lo construye con una tenacidad que honra este himno de esperanza que alguna vez entonamos, para que algún día podamos, de verdad, disfrutarlo todas, todos, todes.

Admiro su fuerza y me emociona verla defender con ahínco sus propuestas para lograr un país con justicia social, a pesar de tantas dificultades, de tantos adversarios y la crueldad del entorno que ha enfrentado desde niña. Espero que llegue a ser la primera presidenta del país, porque Colombia ya merece ser presidida por una mujer progresista como ella. Me siento bien representada por Corcho, ella es juiciosa, leal a sus principios y coherente con los compromisos que asume. Yo le creo cuando dice que se debe al pueblo y responde a este. ¡Celebro que vino Corcho, o más bien, que volvió después de recorrer Colombia, reconociéndola y aprendiéndola! Esa mente que conocí en la adolescencia sigue derribando muros y tejiendo redes.

Tengo un álbum titulado Indispensables, con fotos de las personas que han marcado mi vida. Obviamente Corcho está allí. Y cuando la veo convertirse en símbolo de revolución, entiendo algo muy simple pero emocionante: la cosa esta cambiando. Y está cambiando como queríamos que cambiara.

*Agradecimientos*: a Imprenta Republicana, por invitarme y motivarme a escribir estos recuerdos. A Luisa y Yadi, por ayudarme a recordar detalles y risas de aquellos años que me permitieron escribir este texto con el corazón alborotado y el ojo aguado.
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ARTÍCULO DE OPINIÓN Tomado de las redes sociales WhatsApp – DAMOS EL CRÉDITO A SU AUTORA Y A IMPRENTA REPUBLICANA