Por Iván de J. Guzmán López
En marzo del pasado año 2020, el libro Vida conquistada, de J. Enrique Rios, llegó a la octava reimpresión, esta vez bajo los buenos oficios del Fondo Editorial de la Universidad Eafit, Colección Testigos. Quienes no hayan leído el libro, se preguntarán: ¿Y qué es lo que dice tan bueno, que ya va por la octava edición? A ver, les cuento un poco: el libro de jotica (como le decimos con cariño y mucho de respeto quienes lo apreciamos y aprendemos de él, cada día), debo decirles, es lección de vida; es una crónica del feliz descubrimiento de la vida, de su vida; un capítulo de juventud de una vida conquistada con esfuerzo, con decisión (algo de obligación) y responsabilidad; es la narración inicial de cómo conquistó la vida desde su niñez hasta su juventud (en otro libro, seguramente, encontraremos lo mejor de él, lleno de alegrías, éxitos y reconocimientos); es un libro que nos cuenta de una manera sencilla, sensible, agradable, limpia, de cómo y dónde se hizo su familia, que él cita en la página de dedicatoria y que empieza con su esposa Graciela, continúa con sus hijos Claudia, Jorge, Juan, Jaime y Carolina, y termina con sus nietos Nicolás, Pascual, Lucas, Lola, Marcos, Salomé y Mateo, al lado de “tantos empresarios y amigos que creyeron en mí y me estimularon para llegar a donde he llegado”. ¡Y vaya, si ha llegado lejos!
Escribir sobre el libro de J. Enrique Ríos, es tarea fácil y agradable. Hay artículos que uno puede escribir con el corazón, sin detrimento de la razón. Uno de ellos, es éste, que me propongo escribir sobre mi apreciado amigo Jota, porque su libro es una retrospectiva vital, bien escrita y respetuosa de los cánones de la crónica y del lenguaje, que nos lleva de la mano por la nada fácil niñez y juventud que le tocó en suerte vivir, y qué, como buen titulador que es, se dio en llamar, justamente, Vida conquistada.
Leyendo el libro, o mejor, caminando el libro de su mano, uno se da cuenta de que, claramente, jotica conquistó la vida (no lo conquistó a él la vida, como diría André Maurois), desde que llegó a Virginias, con apenas 8 años, y después a Medellín, “volado” de la casa, pues sus padres, campesinos ellos, “creían que regresaba al Seminario de Misiones de Yarumal, donde llevaba tres años estudiando”. Parábola vital, muchas veces dolorosa (como cuando su padre “ahorcó” a Sultán, o cuando lo echaron del Seminario), es éste libro, que arranca describiendo a un muchacho campesino “aprendiendo” de un padre rústico, trabajador y machista (muy a la cultura del padre la época).
El libro está compuesto, en sus prolegómenos, de una página de dedicatoria; un texto bellísimo, sentido y justo, firmado por Alberto Aguirre, así como por 8 capítulos, hasta completar un relato de 253 páginas que son un ejemplo de lo que es una crónica explícita y bien lograda. El primer capítulo (intitulado Aprendiendo a vivir), se lo dedica a su padre, don Pascual Ríos, un campesino rudo, trabajador y machista (como lo exigía la Colombia del siglo XX), nacido en Concepción (La Concha, la hermosa cuna del valiente coronel José María Córdova Muñoz, tierra de la cual me enorgullezco de ser su hijo por adopción) y a doña Blanca Inés Calderón, natural de Santo Domingo, la tierra del viejo carrasco, y finaliza hablando de sus hermanos y la tareas rutinarias de la casa.
En los siguientes capítulos, denominados: Un mundo nuevo, La tarde del día antes, Sueño sobre ruedas, Empiezo a aprender, Grado de mensajero, Encuentro con el ciclismo, y, Muerte y resurrección, cerrando con un epílogo (a nombre de Adolfo León Gómez, director del periódico El Correo de la época y uno de sus maestros en el periodismo), se lee la aventura de su “llegada del monte”, a los ocho años, a Virginias, “una estación del ferrocarril, yendo para Puerto Berrío”; su estancia truncada en el Seminario y su estadía en Medellín, donde se ganó su primer sueldo de diez centavos como cargador de mercados en la plaza de Guayaquil. Después fue vendedor en la Fábrica de helados y paletas Nápoles, seguido de la ventura del padre Hernando Barrientos, párroco de la iglesia de San Cayetano, de Aranjuez (por entonces), con el cual se graduó como mensajero en la carnicería La bandera blanca, y empezó a ganar un sueldo de 50 pesos mensuales, para luego hacerse ciclista de mucha monta, rivalizando con monstruos nacientes como Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, hasta el día de su bautizo de sangre, y sus inicios como periodista especializado en ciclismo. En suma, J. Enrique Ríos, es el hombre a quien le tocó esperar ocho años para descubrir el mundo; pero también, a quien le bastaron pocos, para conquistarlo (“Salía de mi pueblo a recorrer el mundo”.).
Quiero todo aquello que se parezca a mi padre, y en jota (a más de su amistad y su saber y sus logros conseguidos con esfuerzo, honradez y trabajo), encuentro cosas que mi padre tenía: los silencios fértiles, la sonrisa medida e inteligente, los ojos semicerrados que parece le ayudan a pensar, el rostro apacible que quiere sopesarlo todo sin pasiones oscuras y esa capacidad para mirar con limpieza lo que sigue de vida. Por esto es fácil y agradable escribir sobre los libros y la vida de Jota.
A una pregunta que le hiciera Dasso Saldivar (ese biógrafo extraordinario de García Márquez) a Gabo, en el sentido de para qué escribe, el Nobel contestó: “para que mis amigos me quieran más”. Creo que con Vida Conquistada, J. Enrique Ríos, el amigo, el colega, el periodista, nos ha dado una lección de vida, de periodismo, de profesionalismo, y ha logrado que sus amigos lo queramos más.