Por Iván de J. Guzmán López

Hemos concluido una Semana Santa en paz, si consideramos que los ilegales se apiadaron de Colombia y no se ensañaron con nuestros soldados, nuestros poblados y comunidad más humilde, como suele ocurrir en otros tiempos. Colombia respiró paz en Semana Santa. ¡Qué bello es encontrar un espíritu de paz y de fervor en torno a la figura de Cristo, como en la semana pasada, durante la cual conmemoramos el sacrificio de Jesús! Qué dura (aunque dulce), fue su tarea espiritual y humana de predicar el evangelio del amor, del perdón, de la justicia, de la solidaridad, de la bienaventuranza y de la paz, en esa época turbulenta, en la provincia de Judea, sin temor al poderosos Imperio romano, que “controló un territorio inmenso que abarcaba desde el Océano Atlántico al oeste hasta las orillas del mar Caspio y Rojo al este, y desde el Desierto del Sahara al sur hasta las orillas de los ríos Rin y Danubio y la frontera con caledonia (antiguo nombre de Escocia) al norte”.

Tuve la oportunidad de visitar dos pueblos que llevo en el corazón; ambos creyentes, fervorosos, en masiva conmemoración de un hecho histórico, que no terminamos de comprender e incorporar. Y esto último que digo no es ningún descubriendo o blasfemia (de lo que tanto gustaban de acusar a Cristo), si estoy ponderando el que los violentos dejaron conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesús, al menos esta vez en paz, y los creyentes nos comportamos como verdaderos creyentes. Quiero dejar claro que los violentos no son sólo los que empuñan armas contra el hermano; no. Violentos somos todos, cuando prohijamos la injustica, el saqueo, la mentira, la corrupción, o faltamos al sagrado deber de trabajar honestamente por nuestras familias y por la comunidad que tanto nos necesita. Paz es rectitud y respeto por el prójimo; y esto fue lo que percibí en mis pueblos Santa Fe de Antioquia y Liborina y, seguramente, lo que ocurrió en mi querida Concepción (municipio del cual soy hijo adoptivo), al igual que en los entrañables municipios de Envigado y Jericó, cunas de fe, historia y cultura, a los cuáles no pude asistir por carecer del don de la ubicuidad.

Santa Fe de Antioquia, que en palabras de Merceditas Gómez Martínez, era definida bellamente como “Silenciosa, distinguida y señora”, salió a procesionar con amor por nuestro Rey Jesús; Liborina fue un mar de recogimiento, devoción, orden y fe en sus procesiones, que encabezadas por su párroco, el Pbro. Juan Alberto Montoya Vega y secundado por el padre José María Rueda Gómez, sacerdote colaborar parroquial; el padre Genaro de Jesús Moreno Piedrahita, sacerdote predicador y amigo de mi Academia Antioqueña de Historia; el Diácono Sergio Andrés Henao Mazo y el amigo Julián Felipe García Rojas (siempre fervoroso y diligente en los asuntos parroquiales) se están convirtiendo en atractivo cultural y referente religioso para el Occidente y para Antioquia.

Mi alegría fue mayor, al ver la belleza y fervor de las muchachas de Liborina, el recogimiento de los niños, la piedad de los adultos a la par  de sus campesinos, gentes nobles y dispuestas como se debe para acompañar los servicios religiosos con fe y respeto. Otro más suspicaz que yo, diría que no faltó el que estuviera atento para entregar al hermano con un beso a cambio de sucias y escasas monedas, o el que negara al hermano sin temor al canto delator del gallo.

La paz que se respira en Semana Santa, es la paz que soñamos para Colombia. Una paz nacida de la ausencia de violencia; pero también una paz nacida del corazón, que nos lleve a mirarnos fraternalmente, entendiendo que la solidaridad, el bienestar, el respeto y el deseo del bien para todos, no es fruto del populismo, de la demagogia o del engaño, sino del paso a la honestidad, el trabajo y el buen gobierno. Es una Pascua que debemos de aceptar y emprender, si queremos un país en paz.

En esencia, la paz es fruto precioso del corazón y nace del esfuerzo de todos. A propósito, mi admirado poeta antioqueño, Carlos Castro Saavedra, en su poema Definiciones de la paz, dice:

La paz es la madera trabajada sin miedo 
en la carpintería y en el aserradero.

Es el negro que nunca se siente amenazado 
por un hermano blanco, o por un día claro.

Es el pan de los unos y de los otros también, 
y el derecho a ganarlo y a comerlo después.

Es la casa espaciosa, mundial, comunitaria, 
para alojar el cuerpo y refugiar el alma.

Es el camino lleno de pasos y de viajes 
hacia los horizontes que desbordan las aves.

Es el hombre que puede cultivar esperanzas 
y alcanzar las estrellas más dulces y más altas.

Es la patria sin límites, la patria universal 
y la gran convivencia con la tierra y el mar.

Es el sueño soñado sin sed y sin zozobras, 
las alegrías largas y las tristezas cortas.

Es Colombia sin tiros ni muertos en la espalda, 
cultivando sus montes y escribiendo una carta.

Es Colombia de barro, Colombia y mucho más: 
todo el mundo colmado de luz y de libertad”.

Así como viví en mis dos pueblos una Semana Santa en paz; así quiero una Colombia en paz.