Por: José Alvear Sanín

 Aunque ya hemos comentado en otra ocasión, ahora es más necesario que nunca insistir en este tema.

Uno de los espectáculos más tristes, frecuentes e imperdonables en Colombia es el de las mujeres indígenas, acompañadas de sus desabrigados niños, sucias, descalzas y pidiendo limosna, cuando en realidad forman parte de grupos inmensamente ricos.

En los resguardos indígenas vive cerca de un millón de personas, a las que teóricamente, se les ha entregado la propiedad colectiva y no enajenable de inmensos territorios, nada menos que 250.000 km2, equivalentes a la superficie de Gran Bretaña, pero que en realidad son propiedad de caciques y chamanes, receptores de abundantes transferencias que nadie sabe dónde van a parar.

En esos territorios no existe libertad individual ni de creencias, ni posibilidades de auténtico desarrollo humano.

Una pequeña tribu aislada, dueña de un territorio inmenso, desconocido además para ellos, porque su vida apenas transcurre en torno a un caserío primitivo, no puede ejercer control alguno sobre esa extensión, que frecuentemente es invadida por cultivos ilegales o por mineros del oro o el coltán, igualmente protegidos por grupos armados fuera de la ley.

Entregar la cuarta parte del país a una ínfima población, por desgracia sometida, además, a un puñado de políticos tribales autodesignados que ejercen poder omnímodo sobre las comunidades, es la más grave equivocación de cara al futuro del país, y anula —a mi juicio— toda posibilidad de desarrollo humano para los habitantes de esos resguardos, que para liberarse de la opresión tribal, están emigrando a los cinturones de miseria de los municipios amazónicos.

Los resguardos indígenas, desde luego, carecen de toda posibilidad de proteger la selva eficazmente, y el gobierno nacional tolera las fuerzas que están degradando la Amazonía con la tala, los cultivos ilícitos y la minería ilegal.

Durante cerca de un siglo se hizo un enorme esfuerzo por integrarlos política, religiosa y culturalmente a la nación para luego entregarlos  a la esclavitud bajo jefaturas implacables, rapaces y retrógradas.  Si nuestra mejor realización nuestra ha sido la formación de una nación triétnica, del racismo y el odio contra la civilización occidental (la que los hacía ciudadanos libres, y les suministró la higiene y los medicamentos que les alargaron la vida) no pueden sino surgir desgracias para esos pueblos, convertidos ahora en dóciles instrumentos para el desorden, porque mamos, chamanes y caciques han pasado a militar en las peores fuerzas.

Después de 30 años de tolerancia con la falsa acción indigenista, será muy difícil recuperar para Colombia los territorios que le han sido amputados, porque además, a esos movimientos se les atribuyen inmensas virtudes para erigirlos en maestros ejemplares y redentores de los males del mundo.

El derribo de la estatua de Belalcázar es apenas el primer episodio de una nueva serie en la lucha por la disgregación del país, inspirada en el ejemplo de grupúsculos nórdicos anarquistas, que quieren borrar todo vestigio de cristianismo y civilización occidental.

Los cultivos de coca han pasado a ser protegidos por los caciques, que impiden la acción militar y policial colombiana, especialmente en Cauca y Nariño.

Por otro lado, la imagen de la mujer con la tea, frente a la catedral de Popayán, pregonando que la iglesia que mejor ilumina es la que más arde, repite la atroz consigna revolucionaria al final de la República Española y anuncia la violencia inaudita que en todos los órdenes nos espera, si no se recuperan la ley y el orden.

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No entiendo cómo Belalcázar, casi 50 años después de su muerte pudo matar negros africanos que empezaron a llegar a partir de 1598.

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Actualmente, cualquier manifestación de catolicismo por parte de un funcionario público motiva grotescas acciones judiciales, so pretexto de “laicismo”, pero la concurrencia y promoción de ritos extraños, mágicos, esotéricos y dizque ancestrales, es saludada como señal de apertura, tolerancia y progresismo.

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Como editor he tenido el privilegio de producir un excelente, original, agudo y oportuno libro, “Relatos de Pandemia, Desarraigos e Identidades”, de Alfonso Monsalve, que recomiendo vivamente. 

Pueblos indígenas utilizados                             Septiembre 21/ 2020