“Imponerse sobre los demás es un obscuro hábito que subsiste en el ser humano, a pesar de los grandes avances del conocimiento y el gran progreso de la civilización”.

Autor: Héctor Jaime Guerra León*.

He acostumbrado en esta columna escribir o trabajar sobre temas de interés general, para la reflexión más que de opinión, y que afectan notablemente el desarrollo de los valores y principios que deben regir el normal desempeño de la sociedad y, con ella, su mayor y más noble expresión, el Estado de derechos. En términos muy simples, el Estado es un sistema de organización que la sociedad construye (se proporciona) para poner en ejercicio los derechos y limitaciones- prohibiciones que se acuerda, por esa sociedad, deben imponerse para poder vivir en comunidad; siendo su mayor ideal buscar la armonía y el tipo de convivencia que conduzca al bienestar que de acuerdo con esa organización debe imperar en dicho conglomerado social. El Estado, para ello, genera unas instituciones u organigrama de dependencias y entidades que -al interior de dicha sociedad- serán las encargadas de garantizarle a la colectividad y, particularmente, a todos y cada uno de sus asociados, el cumplimento de dicho catálogo de condiciones. Oponerse a dichos condiciones o exigencias de existencia y convivencia, sería antisocial; es decir, contrario al deber ser que social o mayoritariamente los integrantes de la nación se han dado. Al interior de la organización social y estatal hay para todos unos derechos, pero correlativamente también unas obligaciones.

Existen muchos malignos fenómenos que contradicen o que atentan contra los ideales de la organización social imperante; esto es, que actúan en contra de los principios y el orden jurídico y social que rigen el deber ser social actual y que se han ido incrustando y materializando, casi que imperceptiblemente, en conductas y comportamientos cada vez más frecuentes en amplios territorios y sectores sociales de opinión ciudadana, que desdicen bastante de la auténtica expresión y grandeza del pensamiento ético y moral mayoritario que los ha instituido y que -a mi juicio- rayan de ilegalidad e inconstitucionalidad, tornándose –por ello- totalmente antisociales, pues demeritan y degradan grandemente el Deber Ser Misional que debe inspirar todo ejercicio o comportamiento humano.

Anteriormente, en el comienzo de las civilizaciones humanas, como los persas, los griegos, los mismos romanos, entre otros y que fueran luego inspiración para la generación de la organización social y gubernamental de casi todas las naciones del mundo, era normal, e inclusive muy admirable, que bajo el manto de la ilegalidad, el atropello y el más aberrante desconocimiento de los Derechos Humanos y las garantías constitucionales y sociales, se formaran y fortalecieran los Estados-ciudades más fuertes y más hábiles en el arte de la guerra y en el uso de la fuerza. Herramientas o estrategias que eran indispensables, cuando se quería abordar con éxito el duro camino del acceso al poder. Estos invadían, saqueaban, secuestraban, exterminaban y/o vulneraban todos los derechos y valores, apropiándose de todo lo que encontraban a su paso; incluyendo la vida y la libertad de los demás. Todo ello se hacía simplemente a nombre del rey, el monarca, dictador o gobernante de turno, que le daba por emprender misiones de conquista y ampliación de su poder territorial, económico, político, religioso, etc. Invadir y dominar a otros fue uno de los mayores objetivos de las primeras organizaciones – civilizaciones humanas y pareciera que lo ha sido siempre.

Al regresar de sus campañas, muchas de las cuales duraban varios años, los protagonistas (invasores- llámense dirigentes, gobernantes) daban cuenta de sus “éxitossiendo elogiados social y políticamente, no solo por el pueblo, sino también por los máximos dignatarios del imperio, entregándoles honores, condecoraciones, ascensos en su rangos oficiales y laborales, parte de los botines usurpados a las comunidades y autoridades por donde pasaron realizando todo tipo de malsanas y crueles acciones y campañas, incluyendo a las mujeres que secuestraban, la mayoría de las cuales las hacían sus esclavas y/o concubinas. En resumen, ha sido horrible la forma como nuestras civilizaciones han heredado y generado el desarrollo y superación de muchos de estos fenómenos, para poder permanecer en el escenario de una competencia cruel y sin fronteras que al respecto existía en la antigüedad y que se ha mantenido a lo largo y ancho de toda la historia de  la humanidad; pues estas antiguas maneras de actuar no se han extinguido, simplemente han mutado a otras formas más disimuladas y sofisticadas, inclusive del campo internacional han irrumpido al interior del Estado y la sociedad misma, tal y como trataré de explicar.

Ya al interior de nuestra organización social y política existen territorios y comunidades que –pareciera- que no son arte y parte de nuestro Estado, de nuestro orden social integral y es notable la existencia de otras fuerzas sociales y políticas que dan cuenta de una forma de paraestatalidad que rige los destinos de muchos de nuestros territorios y comunidades. Innegable y cruel fenómeno que cada día crece más en nuestro país, con irrefutable complicidad, o por lo menos permisividad, del Estado y de la sociedad, que muy poco hacen para evitarlo.

Es infortunado, pero cierto, cada vez hay más sectores en la Nación donde el establecimiento estatal no existe, ya porque no ha llegado o, peor aún, porque extrañamente ya la comunidad no lo recibe, no lo admite.

Eso, aunque no parezca y muchos quieran ignorarlo, es demasiado grave y problemático para la estabilidad y cabal desarrollo de los procesos democráticos, sociales e institucionales que constitucional y socialmente deben darse en un verdadero Estado social de derechos, como se supone que es el nuestro.

Entender la magnitud y real gravedad de este fenómeno, no es nada fácil, a pesar de que es evidente que está dejando en gran riesgo la soberanía y la unidad nacional, principios fundamentales de nuestro orden social y jurídico.

Redimir este problema, deberá ser uno de los mayores propósitos de nuestra organización social y estatal, so pena de continuar hundiéndonos en el fatal y diabólico fenómeno del caos, la anarquía y del riesgo de no poder salir de otros problemas tan inmensos y difíciles que nos invaden como el narcotráfico, la corrupción y otras tantas expresiones de criminalidad y de violencia, que por dicho fenómeno antisocial han venido surgiendo y creciendo a ritmos impresionantes, hasta el punto de llegar, como hemos dicho antes, a poner en riesgo la estabilidad, grandeza y legitimidad de nuestro sistema institucional; es decir, de nuestro Estado  democrático y social de derechos.

*Abogado Defesaría del Pueblo Regional Antioquia. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Social; en el Derecho Constitucional y Normas Penales. Magíster