Por: LUIS ALFONSO PEREZ PUERTA

Las manos en los bolsillos, caminaba cabizbajo a través del día; así iba caminando como si no quisiera, pero de todos modos se desplazaban los pies con calcetines en unas sandalias franciscanas. En la muñeca del brazo izquierdo, una pañoleta negra con ideogramas chinos; de gabán negro con capucha que le daba un toque de monje medio loco, en un día soleado. Treinta y tres grados, es medio día y así vagaba una existencia tan frágil en una ciudad de un país de este continente al otro lado del océano.  Así de sencillo.

Recorría ese camino estrecho y empedrado al mismo tiempo que los pájaros dialogaban entre ellos como si fuera una obertura musical con una variedad de notas, desde la negra hasta las semicorcheas.

Esperaba a nadie, porque nadie lo esperaba; solo nadie sabía de nada, así era su vida interior reflejándose en el exterior. Brillaba el día…, pero ese resplandor era una ilusión, muy pronto la masa lo desvaneció y solo, sin darse cuenta, respiraba un aire contaminado en esta ciudad de un continente de este mundo al otro lado del océano…

Aspiraba ese coctel que fabricaban los automotores, las empresas y personas con su signo mortal y poco a poco asesinaban esta existencia creada para ser inmortal.

Como un monje en su aposento minimalista en posición de orar, suplicar a ese dios que no estaba en su corazón, pero reclamaba, rogaba y a gritos suplicaba una ayuda, pidiendo, y hasta exigiendo un milagro, pero llegó al borde de la incertidumbre…

En la biblioteca leía, escribía y meditaba; en ese espacio se sentía muy bien, en paz, porque se hallaba en su templo con sus amigos y su esposa. Los libros eran sus amigos; la literatura era su novia, su esposa, así de sencillo.

Cenizas que se dispersaron por el viento. Una existencia terminó. Ya no era de este mundo donde vivió treinta y cinco años. Se apagó. Por una cáscara de banano una vida acabó. Veamos como transcurrió este hecho.

Era un día caluroso. Alguien compró un banano y le quitó la cáscara, tirándola a la calle, aunque había una caneca a 50 metros, un individuo cualquiera, a unos metros del andén, lanzó la cáscara de banano como si  fuera una pluma, pero no lo era, ni su peso era tal, solo una cáscara de banano muy maduro caía de golpe contra ese pavimento de asfalto agrietado.

Muy caluroso, 33 grados y con una sed infernal encontró al vendedor tras su carreta estorbando el paso, en una esquina de una avenida principal, el vendedor con cara de “yo no fui” le vendía un banano maduro por una moneda al individuo que sin afán desnudaba la fruta que le daría potasio, según pregonaba el trabajador independiente.

Llegaba el hombre de gabán negro ensimismado en su caos existencial, echó un papel sucio en la caneca, se detuvo, miró hacia arriba, los rayos del sol hirieron sus ojos, bajó la mirada y siguió caminando sin afán, como en cámara lenta, cual una pluma se desplazaba el hombre delgado como un hermoso ángel de negro… la cáscara aterrizó a unos pasos de las sandalias que tocaron el vestido de la fruta madura y el joven se fue al suelo golpeándose.  El individuo se tragó el potasio, el vendedor se asustó y una dama, después de santiguarse, le pidió una manzana al hombre de la carreta que dejó de observar al caído.

Presente-pasado confundidos, ¿así será la existencia o será un error? Presente, pasado y futuro en una mezcla extraña. Un absurdo enmarañado, así fue la vida de un tal personaje de negro, así fue su vida. Vivió treinta y cinco años buscando un tiempo perdido que solo recuperó en su último suspiro, al caer contra el asfalto, porque se resbaló al tocar una cáscara de banano… en una ciudad de un país de este continente al otro lado del océano. Así de simple.