Por: Misael Cadavid MD

El comportamiento humano sociológica y antropológicamente está siempre ligado al constructo ideológico que cada cual ha creado para procurarse una existencia coherente.

Un ejemplo infalible es la interpretación de la riqueza.

Es casi cómico por no decir circense ver acomodados intelectuales criticando con ferocidad la injusta distribución de la riqueza cuando ellos llevan existencias muy cómodas, sin carencias de ningún tipo, viven en estrato 6,sus hijos acuden a colegios  calendario Vacacionan discretamente en Europa y pasan los fines de semana en “una casita” de campo.

¿Dónde está la línea de la riqueza tolerable? Muy fácil. Todo el que esté por encima de mí es un inmundo capitalista neoliberal explotador del pueblo. Que haya millones que están mucho peor que yo, pues… no viene al caso… ¡De eso no estamos hablando!

Donde más hemos podido ver esa simpática delimitación que arman los egos es en la violencia.

Hay que ver a los pontífices de la moral disertando desde sus micrófonos y sus plumas: “La explosión de un pueblo que no tolera más injusticia” “los justos reclamos de una comunidad oprimida”, “las aspiraciones de una juventud sin futuro”, para justificar el incendio de estaciones de policía, buses de transporte público, el saqueo de comercios, la agresión con bombas y armas de todo calibre a la fuerza pública.

¿Tiene límites la violencia? Si. Cuando me tocan a mí. Cuando atacan mi casa, me agreden en mi carro, queman o bloquean mi sitio de trabajo. Eso sí es intolerable. La línea es muy fácil de trazar. Todo lo que les pase a los demás, vale. Los bloqueos son justa protesta hasta que mi familiar muere por no poder llegar al hospital.

Una sociedad civilizada descansa sobre un gran pilar: no hay nada que justifique la violencia.

El uso de fuerza es privilegio exclusivo de las fuerzas del orden, con normas y controles estrictos. Pierde toda legitimidad en sus reclamos quien ataca a la fuerza pública.

Que la inequidad no es sino otra forma de violencia. Falso. Un niño con hambre constituye una afrenta horrenda, pero no es violencia. Yo he visto morir en mis brazos niños con desnutrición y deshidratación. La indignación que eso causa es casi incontrolable. Me ha provocado incendiar el mundo.

Al controlar ese impulso primitivo, destructor, de la ira, se puede canalizar otras formas de construcción social basadas en el respeto y la dignidad.

Acudir a la violencia solo va a multiplicar los niños muertos por hambre… Pero ni el hambre es violencia, ni la violencia hace nada por el hambre.

De hecho la historia ha probado una y otra vez, en todos los países y culturas, que la forma más torpe de enfrentar la pobreza y la injusticia social, es con violencia.

Ese es el dilema que debemos plantearle a los jóvenes entusiasmados con la rebeldía.

¿Somos capaces de usar los recursos mentales superiores como la inteligencia, el raciocinio, la concertación y el consenso  para mejorar, en una democracia con defectos y en un ambiente de libertad económica? O preferimos cambiar el sistema a punta de bombazos y disparos para instaurar una dictadura, en la que no habrá oportunidades para la creatividad y la libre competencia y en el que todos seremos súbditos pobres de una camarilla privilegiada.

Al mundo lo tiene sin cuidado lo que resolvamos los colombianos. Ya veremos nosotros si decidimos matar y destruir lo poco que nos queda.

No más ambigüedad. Nada justifica la violencia.

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