Por Iván de J. Guzmán López

Hace ya buenos años, en una de esas conversaciones jocoserias que sosteníamos un grupo de amigos (hechizados por la buena literatura del mundo) en la confortable y amigable Panadería y Repostería Astor, reíamos de buena gana con las ocurrencias de algunos autores, y con las nuestras mismas; igualmente, nos poníamos ceremoniosos cuando tocábamos pensamientos profundos o a alguien le daba por recitar poemas tan bellos como aquellos de la cosecha de nuestra Meira del Mar, la cubanita Dulce María Loynaz, el griego Constantino Cavafis, El Mono Sabio Horacio Rega Molina, natural de la querida República Argentina, entre otros.

Una tarde, tratando de hacerle una chanza a mi gran amigo el poeta y escritor caldense Hernando García Mejía, le dije: “Cuando tu mueras, te escribiré un largo y elogioso obituario”.  “No jodás, y si vos te morís primero, te voy a cantar la Marsellesa”, me contestó con una sonrisita burlona.

Lo cierto es que el querido amigo escritor y poeta, sigue vivo y dando lidia, a sus 82 años; y yo, con la tristeza marcada en el alma y en lo que ahora escribo, empecé a dedicar obituarios a mis compañeros de la querida Academia Antioqueña de Historia.

Particularmente, estos tres últimos años han sido dolorosos, por el fallecimiento de compañeros y amigos entrañables, como: doña Catalina Reyes Cardona, don Jorge Alberto Naranjo Mesa, don Jairo Tobón Villegas, doña Alicia Giraldo Gómez, don Demetrio Quintero Quintero, don Julián Pérez Medina, doña Socorro Inés Restrepo Restrepo, don José Roberto Giraldo Osorio, don Delfín Acevedo Restrepo, Monseñor Camilo Gomez Gómez y don Miguel Ángel Cuenca Quintero.  

El fallecimiento del penúltimo de esta lista infausta (espero que sea el último, al menos por este año), verdaderamente fue para mí muy triste (para toda la Academia, diría yo) por la condición moral, social, espiritual y académica de quien compartió tanto con nosotros: hablo de Monseñor José Camilo Gómez Gómez, llamado a la Casa del Padre Celestial, el 16 de noviembre de 2021. 

Su calor humano (cosa que siempre atrae todo mi afecto y consideración por una persona), su humildad, su donosura, su afecto, su formación académica, sumado todo esto a múltiples valores religiosos y sociales, es capaz de compungir a cualquier corazón, por duro que este sea. Dulcemente, y con humildad de verdadero pastor,  Monseñor ponderaba sus ancestros de una familia levítica: cuarto en la familia de don José y doña Rosario, sus padres, fue ordenado sacerdote el 8 de diciembre de 1960, en la antigua Catedral de Sonsón. Pariente de Monseñor Román Gómez, sobrino del padre Carlos Gómez y del padre Mariano de J. Villegas, así como familiar del padre Aicardo Lucena, hoy sacerdote de la Catedral de la bella Santa Fe de Antioquia.

El magnífico Periódico El Marinillo, en su edición número 61, de noviembre de 2021, cuenta que en una entrevista al Canal Comunitario de Marinilla, CCM TV, decía, a propósito de la celebración de sus 90 años: “mi bisabuela materna tenía un hijo y un hermano sacerdote; mi abuela tenía un hijo y un hermano sacerdote; mi mamá se honraba con sus hermano Carlos y conmigo, como sacerdotes”.

En el municipio de El Santuario, “fue alumno del gran pedagogo Filemón de J. Gómez, director del maravilloso periódico El Santuariano, periódico al que colaboró hasta su deceso, acompañado al gran colega y amigo Víctor León Zuluaga; a poco, hizo parte del Centro de Historia de El Santuario, desde donde dirigió, con don Orestes Zuluaga Salazar (presidente de la Academia Antioqueña de Historia, en los períodos 2018-2019 y 2020-2021), la gran publicación Perfiles Históricos, motivación y compromiso que lo llevó a permanecer en la Academia Antioqueña de historia, como Miembro de Número, hasta la triste fecha de su fallecimiento, antes dicha, el 16 de septiembre de 2021.

Monseñor, que supo cosechar las virtudes más excelsas como ser humano, como sacerdote y como Académico, abandonó este mundo dejándonos sumidos en la tristeza, pero con el consuelo de su amistad y su obra, que no se borrará fácilmente, ni con el tiempo, que, según se dice, lo borra todo.