Por: Balmore González Mira
No todas las historias de la pandemia han sido contadas, cada uno tenemos una guardada para contar, una escondida en el alma, una que aún está en nuestros corazones.
Cuántos conocidos, vecinos, compañeros y familiares se fueron sin despedirse, cuántos hijos no recibieron la bendición de sus padres y cuántas madres no lograron escuchar el arrepentimiento de sus hijos. Hemos salido un poco, no definitivamente, de la pandemia, pero el recuerdo doloroso de quienes partieron sigue intacto, día y noche, y el por qué no tiene aún respuestas definitivas.
Enterramos los cuerpos de nuestros seres queridos, sólo eso. Los recuerdos y el afecto siguen intactos, las faltas que nos hacen y los vacíos que no se llenan; las múltiples historias y vivencias, sus sueños, sus dificultades, sus rostros llenos de risas y sus momentos de nostalgia; nostalgia que hoy sentimos cuando los recordamos, dolor de ausencia, dolor de no volverlos a ver. A la muerte jamás nos acostumbramos y es el pan de cada día, a la ausencia tampoco nos acostumbramos y aunque pasen los días, esa ausencia sigue como un vacío de dolor.
Hace un año ya acudimos a despedir a mi hermano, a entregarle su cuerpo a la tierra y su alma al creador; su espíritu sigue vigente en cada momento de nuestra existencia y lo recordamos por todo, o por casi todo; su buen genio y sus pésimos chistes, su nobleza y su falta de humor para echar cuentos, su buen comportamiento con los demás y su capacidad de conciliar y su resiliencia; resiliencia que no hemos sido capaces de aplicar nosotros a su partida. Muchos de los lectores traerán sus recuerdos tristes, sus aniversarios y sus fechas de dolorosa recordación, cuando nos parece que fue ayer que se fue ese pariente del alma al que ni siquiera en vida fuimos capaces de decirle que lo queríamos o tal vez no lo hicimos, porque solo con su partida supimos que mucho lo amábamos. Dios los tenga en su eterno descanso y nos siga prodigando fuerzas para al menos soportar sus ausencias. A todos los que partieron.
