Por Iván de J. Guzmán López – Periodista – Escritor

Anoche, mientras empezaba a conciliar el sueño, en medio de la diversidad de sucesos, ideas, sentimientos y nostalgias, vino a mí la imagen recurrente de que en capitales como Bogotá, le quitan la vida a decenas de jóvenes de muy corta edad por robarle una bicicleta, o apuñalan a jovencitas (llenas de vigor y de ilusiones) por despojarlas de un simple celular, y entonces debo concluir con pena que, en Colombia, la vida no vale nada.

Ante todo, no se vaya a creer que esta afirmación es un arranque de pesimismo, una especie de cansancio de la vida misma, como pregonaban los nihilistas franceses; no. Es una realidad tan dolorosa, tan clara y tan cotidiana, que los noticieros nacionales ocupan casi todo su espacio en informar sobre este tipo de cosas horrendas. Y no quiero hablar de otros delitos, como los increíblemente denominados falsos positivos, que es la descomposición social en superlativa expresión, cosa aberrante, cosa que a los colegas periodistas extranjeros deja aterrorizados. Asunto totalmente incomprensible en un país que saca en hombros la imagen de la Virgen del Carmen y que es campo abonado para los poetas y escritores. Entiéndase bien: Colombia no es campo en barbecho, no, no, no; es tierra feraz para la creación y el goce del espíritu. No en vano Gabo vino al mundo en Aracataca y Aurelio Arturo, canta en extensos y bucólicos poemas al sur (al idílico y verde sur, con su  Nariño en el alma) y gozamos de una diversidad espléndida de fauna y flora; y ríos desaforados, pletóricos de vida. Y minerales fantásticos que son la codicia extranjera, doscientos diez años después de la llegada de los primeros saqueadores.

Fue anoche, en una deliciosa duermevela de esas que llegan justo en los minutos que anteceden al sueño, cuando caí en el horror de comprobar (no tanto de pensar) esa realidad horrible y que va contra natura: aquí, en el país que goza de “una de las democracias más antiguas de América”, ¡la vida no vale nada!

Por simple asociación (¡sí, eso sería; por simple asociación!), pensé en la metáfora de José Alfredo Jiménez, ese gran intérprete y compositor mejicano, cuando cantaba anhelante: “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando, y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo, la vida no vale nada. Bonito León Guanajuato, la feria con su jugada, ahí se apuesta la vida, y se respeta al que gana, allí en mi Leon Guanajuato, la vida no vale nada”.

Pero no ocurre únicamente en Guanajuato; sucede en Bogotá,  pasa en Colombia. Ante todo,  no se vaya a pensar que estas reflexiones son falta de patriotismo o ganas de denostar de los tantos gobernantes que tenemos, muchos de ellos disfrazados de honorabilidad, cuando, la verdad, el rótulo judicial de “pillos” no les cabe en la frente. No se crea que es “falta de industria en mí”, falta de oficio, no. Es que vivimos en un país descuadernado; en una realidad que sobrepasa con creces la realidad garciamarquiana, el realismo mágico o el viejo surrealismo de Breton.

Si mi dulce madre estuviera viva, le pediría que cerrara bien esta puerta del dormitorio y esa ventana, para que no entren los fantasmas de esta fábrica de muertos que se llama Colombia. Si mi madre viviera, le diría una a una las palabras finales que Barba Jacob puso en su poema Retorno:

Madre: es de noche, cierra la ventana;

para llorar mí angustia noche y día

es otro día el día de mañana…

¡Cierra bien esa puerta, madre mía…!

Cómo quisiera yo, luego de dormirme, libre de tanta cosa oscura que ahuyenta el numen, soñar con un país nuevo, rejuvenecido; un país de gobernantes albos, sin ninguna marca en la frente; un país donde los asesinos no le rueguen puntería a la Virgen; un país donde nuestra gente no sienta una enfermiza  afición hacia el aniquilamiento; un país donde no se le rinda ninguna pleitesía a la muerte, ¡y se ame verdaderamente a la vida! Hasta que ella no sea más una consigna política, maniquea y triste.

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