Por Iván de J. Guzmán López
La postverdad, llamada también “mentira emotiva”, que usa como arma fundamental al populismo más cínico y desvergonzado, es la trampa favorita de los “progres”, para acabar con las democracias del mundo, pasando por encima de la prensa, mientras fingen ser demócratas. Tal es el caso de Venezuela, México y Colombia (ni qué hablar de Cuba y Nicaragua). La postverdad que vivimos es el pantano oscuro, sórdido, bien financiado, que madura dictaduras en el mundo entero y esclaviza pueblos enteros.
La palabra postverdad (o, simplemente, mentira emotiva), se convirtió en un neologismo de uso diario en muchos medios, sin que comprendamos muy bien su nefasto significado y su poder corrosivo y asfixiante en la vida social, económica, periodística y política de los pueblos, sin respetar si la democracia es antigua, nueva, fuerte o débil. Quién iba a pensar que Brasil, Chile, Argentina, México y ahora Colombia, entre otras naciones hermanas, caerían en semejante y maloliente foso.
Este terminacho, odioso por el daño que le está causando a las democracias, describe descarnadamente la distorsión deliberada de la realidad, en la que los hechos objetivos, ciertos, fácticos, son ocultados con intención maniquea, perversa, y hasta criminal. Así, en el terreno político, por ejemplo, encontramos que muchos gobernantes se sostienen en estadísticas falsas, verdades escondidas o simples falacias, donde las mentiras que se inventan para ocultar la verdad, son repetidas hasta la saciedad, obligadas a repetirse por los palafreneros de turno, y hasta por buena parte de la sociedad, hasta que terminan tomándose por ciertas, ¡y exigidas como verdades! Por encima de la institucionalidad misma.
Lo de Venezuela es revelador y doloroso; en Colombia, las decenas de promesas incumplidas, los “globos” soltados por Petro en estos casi tres años, sin importar cuanto tiempo duraran con aire, sólo para distraer a la opinión pública y echarle espuma al clima político; los escándalos desatados día por medio para tapar al inmediatamente anterior; la corrupción rampante y protegida por los organismos de justicia; los discursos etéreos, cuando no de odio, es el balance favorable de la postverdad y el programa de los progre, o progresistas, como se hacen llamar los Benedetti del pacto Histórico criollo.
Para Alex Grijelmo, periodista de El País de España, “la era de la postverdad es en realidad la era del engaño y de la mentira; pero la novedad que se asocia a ese neologismo consiste en la masificación de las creencias falsas y en la facilidad para que los falaces prosperen”. Para algunos autores, la postverdad es, sencillamente, mentira (falsedad) o estafa, encubiertas con el término políticamente correcto de “postverdad”, que ocultaría la tradicional propaganda política, el eufemismo de las relaciones públicas y la “comunicación estratégica”, convertida en instrumentos de manipulación y propaganda.
La verdad como mentira y la mentira como verdad: esto ha posibilitado un país de falsos líderes y unos líderes valiosos acorralados por testigos falsos y -en tristes ocasiones- una prensa alquilada. ¡Esta es, en buena parte, la realidad de Colombia!
Pero si la postverdad constituye un peligro para las democracias, en el sentido de posibilitar el acceso al poder de toda suerte de cacasenos y timadores, no lo es menos para nuestra profesión de periodista, en el sentido que uno observa una captura masiva de colegas que le hacen el juego a gobernantes de moral repulsiva, al convertirse en mamparas, predicadores y hasta soportes de infundios, de patrañas,en el afán de cuidar la imagen del jefe, el puesto, la reputación del medio o la imagen de la marca.
Faride Zerán, vicerrerectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile y Premio Nacional de Periodismo 2007, afirma que: “cuando decimos postverdad, estamos hablando de noticias falsas, de verdades a medias, de ausencia de fuentes confiables, de rutinas periodísticas que fallan en cuestiones tan elementales como chequear las fuentes. Ocultar viejas prácticas en nombres nuevos no nos salva del bochorno de asumir que la postverdad es la expresión del mal periodismo o de la muerte del periodismo, si no nos ponemos serios”.
Y advierte (Zerán) que hay que prestarle atención, especialmente, al fenómeno de la masificación de las redes sociales:
“En el anonimato de las redes se esconde mucha basura pero, por sobre todo, mucha mentira disfrazada de información seria. La postverdad ha sido definida como el espacio donde la información y los datos duros (ciertos) pesan menos que las emociones, el resentimiento, o lo que cada uno cree o intuye o imagina”. Pero para los periodistas, para las escuelas que forman profesionales –agrega Zerán- “el tema es más complejo, ya que la postverdad como fenómeno creciente golpea la esencia de esta profesión que radica precisamente en la confianza y en su dimensión ética y demanda de veracidad”.
Si la postverdad o mentira emotiva es un neologismo que describe la distorsión deliberada de una realidad en la que los hechos objetivos tienen menos influencia que las apelaciones a las emociones y a las creencias personales, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, entonces el deber del periodista tiene que ser claro y consecuente con su deontología: antes de reproducir creencias personales y emociones, y verdades a medias, o simples falacias, se requiere el respeto a la verdad; el estar abierto a la investigación de los hechos, perseguir la objetividad aunque se sepa inaccesible, contrastar los datos con cuantas fuentes periodísticas sean precisas, diferenciar con claridad entre información y opinión; enfrentar (cuando existan) las distintas versiones sobre un hecho; el respetar la presunción de inocencia y rectificar las informaciones erróneas.
A propósito, quienes hemos estado en cubrimiento de campañas políticas, o siguiendo los “debates públicos”, sabemos que muchos periodistas están obligados, por las normas y por sus medios, a “garantizar imparcialidad”. En algunos casos, esto conduce a un balance falso donde los puntos de vista de las minorías reciben un trato indebido, y las exageraciones o mentiras contadas durante las campañas políticas no son cuestionadas de forma alguna.
Para el sociólogo Félix Ortega Mohedano, profesor de la Universidad española de Salamanca, “la manipulación de la información hace que el ciudadano no pueda conocer qué es verdad y qué falsedad. Esto se debería a la transformación de la comunicación política en propaganda, la pérdida de principios éticos por el periodismo actual y su sometimiento a intereses totalmente particulares, así como la puesta en escena de los políticos hacia el espectáculo, la manipulación y la fragmentación ciudadana”.
A punto de llegar al momento clave (elecciones presidenciales y de corporaciones públicas) en que nos jugamos buena parte de la vida democrática de Colombia y el devenir del periodismo, es preciso que estemos atentos (ciudadanos y periodistas), en actitud de desenmascaramiento y combate a quienes viven desembuchando populismo, mentiras emotivas y actitudes maniqueas que solo buscan secuestrar el poder para beneficio propio, mientras lo que denominan “pueblo”, se debaten en la miseria, la ignorancia y la esclavitud en sus más tristes y modernas manifestaciones.