Por Iván de J. Guzmán López
Desde muy joven, la literatura de origen checa se ha presentado a mis ojos, a mi sensibilidad y a mi entendimiento, como una suerte de revelación, como cosa sagrada que invita a leerla, a vivirla y a comprenderla, para tratar de entender la vida como fiesta, como co-creación, como trabajo, como alegría; o como tristeza, o como eternos retornos que interrogan la filosofía y actualizan los por qué y el para qué y el cómo. Ello bajo el influjo de una ciudad hermosa e histórica como Praga, justamente llamada El museo de Europa.
Leo con pasión al poeta checo Jaroslav Seifert (Praga, 1901-1986), Premio Nobel de Literatura 1984, pero debo afirmar que el más conocido creador checo en Occidente, tal vez debido a que el grueso de sus obras fue traducida del alemán al castellano, es Franz Kafka, nacido el 3 de julio de 1883, en el seno de una familia de judíos asquenazí, nombre dado a los judíos que se asentaron en la Europa Central y Oriental, valga decir: Alemania, Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Ucrania, Rumania, Moldavia, Rusia, Bielorrusia, Lituania y Letonia. A Kafka, más cercanos en el tiempo, debo agregar a Jaroslav hašek, Iván klíma, Bianca Bellová, Petr Stancík, Ota Pavel y Milan Kundera, autor de la extraordinaria historia de amor, titulada La Insoportable levedad del ser, obra que releo para fertilizar estas notas.
El Diccionario de la lengua española (que es la obra lexicográfica de referencia de la Academia, y el espejo de cualquier autor, hablante o simple usuario de la lengua española, en su norma culta), define “levedad del ser”, como: “inconstancia de ánimo, ligereza en las cosas, intrascendencia, insignificancia, futilidad, trivialidad, puerilidad, pequeñez”.
La novela de Kundera, en su primera parte, titulada La Levedad y el peso, dice:
“La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial? El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros. ¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable. Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses”.
El estado calamitoso en materia ética, económica, social y política que vive Colombia, es espeluznante. Y es fiel copia del calvario que vivió, y viven aún, Cuba, Venezuela, Nicaragua, Brasil, Perú, Chile y Ecuador, por sólo citar a nuestros países hermanos. La realidad que vivimos los colombianos, es un retorno macabro que oprime a los pueblos hispanos; es como un retorno espantoso y contrario a lo soñado por El Libertador Simón Bolívar, para su Gran Colombia: “¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito!”, es desventura para cualquier pueblo. Es negación de bienestar, prosperidad, paz y libertad.
Lo triste es que Cuba, Venezuela y Nicaragua (no hablo de pueblos africanos), que sufren tiranías desde hace 85 años, en manos castristas; 25 años en manos chavistas, ahora en cuerpo ajeno; y 18 años en manos de Ortega, respectivamente, aplican a la definición del “Mito del eterno retorno”.
Somos un pueblo ciego, sordo y mudo; parece que no entendiéramos la realidad y el túnel oscuro en el cual nos quieren sepultar: el presidente Gustavo Petro, frente a la minga indígena, y desde Puerto resistencia, en el centro de Cali, aseguró que pertenece a la primera línea, grupo de manifestantes que durante el autodenominado estallido social protagonizaron la protesta violenta, misma que cobró vidas y provocó serias afectaciones económicas en varias ciudades de Colombia. En ese “Puerto”, tan querido para él, en tono embriagador y timbre cascado, ante una muchedumbre vociferante (ebria, no “de trementina y de besos”, como escribió Pablo Neruda; sino, más bien, en actitud que recordaba a Guillermo Valencia, cuando en su poema, Anarkos, dice: “¡Son los hijos de Anarkos! Su mirada, con reverberaciones de locura, evoca ruinas y predice males: parecen tigres de la selva oscura con nostalgias de víctima y juncales…”), arengó:
“Nosotros venimos de la primera línea y nos enorgullecemos. Rabia a mí sí me daría con mi vida propia si yo me escondiera y no hubiera sido parte de una primera línea. Yo soy de la primera línea del cambio de Colombia e invito al pueblo de Colombia a ponerse en la primera línea porque toca moverse”.
De esta arenga, clara y llanamente se colige, se columbra, se deduce, se intuye, se barrunta que Petro llama a una guerra abierta en las calles; a una violencia desenfrenada que le permita suprimir las instituciones y tomar el poder por el camino calcado de Venezuela. Y como su salud no le da para mucho, anunció que con él o sin él, aplicará la primera línea para asegurar su régimen por muchos años. Es obvio que no está pensando en el mito del eterno retorno per negationem, que dice que “una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros”.
La literatura del mundo es aleccionadora, hermosa, verdadera creación que exalta las letras, las artes, al ser humano en sus miserias y pequeñas alegrías (en esto es especial la literatura checa y rusa), pero también es campanada de alerta contra tiranos, tiranuelos y monstruos, que hacen avergonzar a la naturaleza misma del “único ser racional” que dicen, encontrarse en ella: el homo sapiens.
“¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable”. Esto lo sabe Petro, y aun así, no tiene reato alguno, no obstante saber de espejo a Venezuela. “El cazador la contempló feliz y sin embargo disparó su tiro”, cantó el poeta de Yarumal.
Esperemos que Colombia jamás haga parte de ese bloque suramericano, hoy sometido tantas veces a un eterno retorno, con sus gentes convertidas en parias, alimentando el hambre, el crimen y la desolación en otros pueblos, so pena de hacer parte de un bloque que sobresale y perdura, ¡y su estupidez será irreparable!