Por: LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS 

¿De qué vale ganar un título profesional como educador si quedan vacíos en el alma que no logran constituirse en referente significativo para sembrar la paz, la justicia, la verdad y la libertad desde los bancos escolares?

Ser un educador auténtico es ser un ser humano provocador de la ciencia, la tecnología y la humanización.  Más que resolver problemas, el Maestro Auténtico cuestiona, siempre deja pensativos a sus alumnos en el compromiso consigo mismo y con la patria.  Hemos de reconocer que no es frecuente en época de crisis encontrar educadores que planteen temas políticos, económicos y sociales que merezcan pensarse.  Un gran educador, en su continua búsqueda por enseñar a pensar desarrolla una auténtica pasión por preguntar sobre la realidad histórica que lo circunda.  Lo que más merece pensarse en las aulas escolares, en nuestro tiempo problemático, es el hecho de que no pensamos.  En la Colombia de hoy: ¿No resultan estas palabras aplicables a nosotros y a nuestro tiempo marcado por las grandes crisis? ¿Podemos decir, sin superficialidad que ya sabemos pensar nuestra propia realidad de colombianos?  Sí sólo “aprendemos”, todavía no pensamos.  Ahora bien, la universidad, el colegio y la escuela deberían ser un ámbito adecuado para aprender a pensar y eliminar desde allí la cínica soberbia.  ¿Lo es, hoy realmente?

El educador y la ética son una fuente inagotable de ideas con efecto transformador para construir la fraternidad y la sana convivencia entre nosotros, pero ¿Cómo podrían afectarnos las ideas para reformar y crear un nuevo proyecto de nación en Colombia, si no las pensamos?  Pensar a fondo con pensamiento crítico nuestra realidad es riesgoso desde los bancos de la escuela, el colegio y la universidad.  Adentrarse en temas y problemas éticos y educativos no es una actividad mental fría y distante sino vital, existencial, en la que, a veces, se producen encuentros personales con ideas que nos modifican.  Atreverse a pensar emerge del ámbito afectivo, de la admiración, del entusiasmo y del amor a la patria colombiana.  Solo eros alumbra y da vida al reino del valor supremo, solo eros mueve nuestros pensamientos hacia él.  Un excelente educador no sólo piensa bien y actúa bien, sino que se alegra con el bien, en beneficio de la sociedad.  Es claro que la ética en el educador tiene que ver con el razonamiento moral y la acción correcta, pero ¿Podemos dejar de lado el “orden afectivo”?   El educador se manifiesta en la acción, pero también -y quizá con mayor profundidad- en sus respuestas afectivas.  En la educación hay una relación esencial entre los valores superiores, principios y convicciones; entre la inteligencia, la afectividad y el modo de ser.

Permítaseme recordar brevemente a Heidegger una vez discutiendo con sus alumnos la frase de Nietzsche: “El desierto crece” Nietzsche, oteando la lejanía desde una posición más alta, acuñó la expresión sencilla, precisamente por haberla pensado: “El desierto crece”.  Esto significa: La desertización se extiende.  La desertización es más que la destrucción, el vandalismo y la violencia, es más terrible que éstas.  La destrucción, la violencia, el crimen y el vandalismo eliminan solamente lo que ha crecido y lo construido hasta ahora; en cambio, la desertización impide el crecimiento futuro e imposibilita toda construcción de un nuevo proyecto de nación.

¿Lo vemos?  Un buen maestro -un buen pedagogo- plantea cuestiones que merecen pensarse, que nos dejan pensativos como futuros profesionales éticos y ciudadanos de bien.  El problema de fondo, si no aprendemos a pensar nuestro compromiso con Colombia, es que la universidad, la empresa, la sociedad, nuestro propio mundo interior se vayan convirtiendo en estériles desiertos.  El desierto crece… y los efectos de la “desertización” no lo olvidemos, son “impedir el crecimiento futuro de la patria” e “imposibilitar toda construcción de ciudadanía del hombre y la mujer nuevos que reclama Colombia para la paz, la justicia, la libertad y la verdad”.

La ética del educador en una Colombia en crisis significa crecimiento, vitalidad, justamente lo contrario de la desertización.  Ética y crecimiento en educación son conceptos intercambiables.  Esto se ve más claro si consideramos que las personas en formación se mejoran o se empeoran con sus actos libres.  Cuando un educador elige, también “se” elige.   Desde esta perspectiva podemos afirmar que el hombre o la mujer que miente no sólo engaña a otros, sino que se va incapacitando a sí mismo para distinguir lo verdadero de lo falso.  ¿Se ve?  Todo lo que hacemos deja huella dentro de la sociedad en donde actuamos.  Nuestras acciones y decisiones libres, nuestras respuestas van configurando nuestro modo de ser, nuestra personalidad ética y moral, “eso que a cada uno le va quedando de suyo a medida que la vida pasa”.

Todo lo anterior, nos revela que la ética en el educador no es un conjunto de normas y reglas externas a la persona, sino que la persona es estructuralmente ética, para merecer la distinción pulquérrima de educador.  Con sus acciones y respuestas afectivas cada uno va definiendo quién es al interior de la sociedad.  ¿Hemos pensado en el impacto que produce una persona en otra, simplemente con su modo de ser y comportarse como ciudadano íntegro?  La eficacia personal al intentar construir empresas y universidades más humanas, familias más felices o una sociedad más justa para transformar a Colombia dependerá, en gran parte, de la estatura intelectual, moral, ética y humana que cada uno sea capaz de alcanzar por el bienestar de la patria.  Quizá esta columna despierte nuestro interés por pensar en qué significa crecer en estatura intelectual y humana, en qué significa estatura moral para ser referentes significativos antes que ser señalados como protagonistas de la destrucción y desertización del pueblo colombiano.

LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS                                           Medellín, mayo 7 de 2021