Por Iván de J. Guzmán López – Periodista-escritor

La sabiduría popular, fuente y esencia del inmortal Don Quijote de la Mancha, es tan rica en nuestro medio, que no existe prácticamente tema vedado para ella; y (debo agregar) esa sabiduría popular, tal vez como el mejor columnista o escritor satírico, interpreta la realidad de forma verdaderamente certera y deliciosa: en una tertulia de amigos abierta a muchos parroquianos, ¡no faltaba más!, recurriendo un poco a la historia, contaron la siguiente anécdota, a manera de chiste: El presidente de Bolivia, Evo Morales, invitó a palacio a un expresidente  colombiano, y, hablándole finalmente de sus ministerios de manera gráfica, para dar por concluida la visita, dijo: “Y ya cerrando, señor presidente,  éste es el  Ministerio de Mares”. “¡Pero cómo -interrumpió el mandatario colombiano-, si ustedes no tienen mar!”. A lo cual respondió el boliviano: “Pero ustedes tienen Ministerio de Justicia…, y sin embargo…, dicen que en Colombia, no hay justicia”. 

Sin duda, el Presidente boliviano (o el chistoso), dio en el clavo: la percepción histórica (no sólo de ahora) es que en Colombia no tenemos justicia. Recuerdo que los abuelos decían en su saber popular que “La justicia es para los de ruana” (cosa que vine a comprender muy bien más tarde); Álvaro Salóm Becerra, el extraordinario escritor bogotano, ratificaba a nuestros ancestros escribiendo en sus novelas que “la justicia es un perro rabioso que sólo muerde a los de ruana” (cosa que comprendí muy bien hacia la secundaria); y, cosa triste: hoy, el porcentaje de opinión desfavorable hacia la justicia colombiana, es del 98%.

El aparato judicial colombiano cuenta con cinco órganos máximos, independientes entre sí, encargados de la administración de justicia: La Corte Suprema, la Corte Constitucional, el Consejo de Estado, la Fiscalía General de la Nación y el Consejo Superior de la Judicatura. De otro lado como órganos de control de la función pública están la Contraloría General de la República y la Procuraduría General de la Nación. Su tren de colaboradores es más largo que el Metro de Pekín; sin embargo, el grado de impunidad es aterrador. Todos los magnicidios, por ejemplo, desde el asesinato del general Uribe Uribe, hasta nuestros días, pasando por el de Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez Hurtado, Guillermo Cano, entre cientos de anónimos, están en la total impunidad. 

Tal y como lo afirmaba la investigadora y asesora del Grupo de Derecho de Interés Público de la Universidad de los Andes, Magdalena Holguín: “Las cifras de impunidad en Colombia son aterradoras; esta se ha mantenido en un porcentaje cercano o superior al 90 por ciento”. Los casos de impunidad no sólo se limitan a los crímenes más violentos; el continuo desfalco que sufren las entidades públicas y los interminables casos de corrupción administrativa al nivel nacional y local son también actos que rara vez llevan al castigo de quienes los cometen.

Muchos de los funcionarios públicos comprometidos en estos casos –por increíble que parezca– afirman tajantemente que no están dispuestos a renunciar a sus cargos. Otros optan por “fugarse del país” y pedir asilo a un gobierno “amigo”, invocando persecución política. Y si la opinión pública obliga a la justicia, los castigos son irrisorios y sujetos a retaliaciones de los encartados o a rebajas de penas en segundas y terceras instancias. Ejemplos históricos hay por montones; valga para ello citar el sonado caso del carrusel de la contratación en Bogotá, donde uno de los hermanitos Moreno Rojas, el exsenador Iván,  condenado a escasos 14 años por semejante traición y defraudación a Bogotá y a la Patria, advirtió que presentaría su caso a la Comisión Interamericana de derechos Humanos, con el argumento de que “hay un complot en su contra”.

Todos los días vemos en los noticieros y en los programas de periodismo investigativo de los canales de la televisión colombiana, aberrantes casos donde la justicia es una caricatura; y si actuó de alguna forma, el desenlace es que la víctima queda meses en el hospital, incapacitado en casa y, los más de los casos,  en el cementerio. No obstante, los victimarios siguen libres, algunos gozando de mando, apellido y “respeto” dentro de su medio social.

Antes (mucho antes), se acostumbraba a que el funcionario público implicado en “estas cosas” fuera separado del puesto o (si tenía algo de vergüenza) presentara renuncia definitiva al cargo para defenderse, si era el caso. Hoy, no sólo permanece sino que solicita apelaciones de la mano de un “buen abogado”, hasta que se le exonere de cualquier culpa. Y como ya se dijo, resulta finalmente que el Estado (valga decir, todos nosotros que pagamos impuestos) y la sociedad “les quedamos debiendo”.

Es tal el grado de la incapacidad operativa observada al aparato judicial, que ya estamos asistiendo (y esto sí es sumamente delicado) al capítulo que marca el derrumbe de cualquier Estado de Derecho, como es la “justicia por la propia mano”. Asunto este doloroso y delicado, sin duda.

Pero este es un tema tan definitivo, tan peligroso y representativo de la furia, la desazón popular y el desdibujamiento de la justicia, que definitivamente será tema especial para otra historia.