Por Iván de J. Guzmán López – Ivanguzman790@gmail.com

En alguna película escuché una frase hermosa, que no puedo dejar de citar ante la partida de nuestro compañero de tertulia, colega y amigo Gabriel Escobar Gaviria: “El cielo es el lugar donde los sueños se hacen realidad”. Y la cito, porque nuestro maestro del idioma (heredero del delicioso y complicado oficio de cazar gazapos, donde brilló como nadie el recordado Roberto Cadavid Misas, Argos), el Guardián del idioma (como le nombró hace poco el amigo Ramón Elejalde Arbeláez en su columna Contracorriente), El ingeniero gramatical (como lo llamó alguna vez el colega columnista y abogado Rubén Dario Barrientos),  un erudito del idioma (como lo calificó Elbacé Restrepo en su columna de hoy 25 de julio en El Colombiano) El implacable corrector del idioma (como lo llamó Bernardo González White), el colega de mi querida doña Lucila González de Chaves (compañera inigualable en el delicado oficio de Cazar gazapos), debe estar (acorde a su espiritualidad, que lo llevó a ser autorizado para dar de comulgar, sumado esto a su dominio del idioma español) en el lugar donde los sueños se hacen realidad: en el cielo. Su sueño era (vaya contradicción) no encontrar gazapos en la prensa hablada y menos en la escrita.

Como nací en un pueblo arrullado por el canto de las cigarras, el murmullo acompasado de la corriente y los vientos del río Cauca; como crecí en un pueblo hermoso y viejo de treinta cuadras y una escuela hecha de tapias, de tejas, de letras y de amor; en un pueblo donde el rocío de la mañana nos hacía respirar de manera voluptuosa y el sol occiduo parecía invitarnos a llorar ante la inminencia de las sombras,  y, más tarde, la luna nos hacía soñar noche a noche, allende las crestas de las cordilleras Central y Occidental, soy, esencialmente, romántico. Y ante la muerte de un ser querido, como Gabriel, el más acendrado romanticismo se apodera de mi corazón, de mi alma, y de mi cuerpo entero. Por eso, todo lo que digo ahora, lo digo con dolor. Dolor de calentano (Gabriel estaba muy orgulloso de su Sopetrán; yo lo estoy de Liborina y Santa Fe de Antioquia), dolor de amigo, dolor de contertulio, dolor de colega, dolor de idioma.

Puedo escribir la realidad más fulgurante de Gabriel Escobar Gaviria; ponderar su ejercicio profesional (de su amada Ingeniería Eléctrica, carrera que cursó en la Universidad Pontificia Bolivariana y que lo llevó por toda Antioquia, llevando luz eléctrica a cientos de rincones, y crónicas deliciosa y untadas del más puro pueblo a su libreta de apuntes, desde su cargo en la querida y desaparecida Empresa Antioqueña de Energía, EADE, en la cual laboró buen tiempo), o hablar de su recorrido de muchos años por la prensa nacional (empezando por El Espectador), aportando al bien hablar y escribir de los colombianos, en especial de nosotros, los periodistas; pero ahora sólo quiero reconocer las cualidades del alma que tenía Gabriel, tan difíciles de reconocer al ser humano y tan envolatadas en el hombre colombiano de esta época. Para empezar, Gabriel no resistía elevar su nombre a las cofradías de la intelectualidad y de los estudiosos y siempre usaba heterónimos, que lo protegían de zalameros y aduladores de relumbrón. La prensa nacional, valga decir El Colombiano, el Diario del Otún, El Espectador, El Tiempo, la Revista Cambio, entre otros,  lo vio usar seudónimos como Abel Méndez y Sófocles, para responder por columnas como  Gazapera, en El Espectador;  o Vista de Lince, en El Colombiano.

Su humildad en el vestir y en el trato; la discreción de sus palabras y su risa medida, aunque sonora, ganaba el respeto y el cariño inmediato de los contertulios; de su saber hondo en materia idiomática, sobra y malea agregar algo a lo ya dicho por otros colegas. Si no, que lo desmientan nuestros compañeros de tertulia como  Victor Manuel Uribe Arango , Rubén Darío Barrientos González, Raúl Tamayo Gaviria, Luis Fernando Múnera López, Elba Cecilia Restrepo González (Elbacé Restrepo), José León Jaramillo Jaramillo, Juan Gómez Martínez, Gustavo Bustamante Moratto o Esteban Velásquez Di Doménico, quienes hacíamos el más reverencial de los silencios cuando Gabriel terciaba en alguna disquisición o contaba sus “crónicas de viaje” por los pueblos de Antioquia, en atención a su cargo en la EADE.

El pasado veintiuno de julio de 2021, a la relativamente corta edad de setenta y cinco años, si nos ponemos (no colocamos) a revisar cédulas de los que seguimos en tertulia, falleció nuestro amigo Gabriel. Parece que de sólo cerrar los ojos, con el recuerdo que tenemos de él, un tanto agobiado al final de sus días, intuimos que estaba recordando los versos del inolvidable Juan Ramón Jiménez:

“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando.

Y se quedará mi huerto con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron

y el pueblo se hará nuevo cada año;

y lejos del bullicio distinto, sordo, raro

del domingo cerrado,

del coche de las cinco, de las siestas del baño,

en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,

mi espíritu de hoy errará, nostálgico…

Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol

verde, sin pozo blanco,

sin cielo azul y plácido…

Y se quedarán los pájaros cantando”.

Como soy calentano del Occidente antioqueño y para más señas, romántico, tengo que despedir a Gabriel con un abrazo, no sin antes notificarle que hace rato hizo nido en mi corazón y ¡cómo no!, estoy seguro, en el de cada uno de sus compañeros de tertulia.

Que Dios te tenga en su diestra, querido Gabriel, cazando gazapos celestiales, ¡que no han de faltar!