Por: Misael Cadavid MD

Como es sabido, la fortaleza posee un importante abolengo en la historia de las corrientes  filosóficas y espirituales del ser humano.

En el cristianismo, por ejemplo, se le consideró una de las cuatro virtudes cardinales junto a la templanza, la prudencia y la justicia. Desde Aristóteles hasta los estoicos, se le ha considerado como una de las actitudes más deseables en el ser humano, necesaria para enfrentar los desafíos propios de la existencia.

Indiscutiblemente  la fortaleza junto a la esperanza, la fe y el arrojo son los elementos que dan estructura a la vida. Ni más ni menos.

Y es que usar el término fortaleza, nos rememora a Spinoza, para aludir a aquello en la forma de ser de una persona que la lleva a tener valor para vivir.

Después de todo, hace más falta intrepidez para responder a la vida que para enfrentar la muerte.

Y es justamente que se deben distinguir tres tipos de fortaleza. En las dos primeras, una persona parece fuerte para encarar ciertos retos pero sólo porque o no tiene amor por su vida o, en segundo lugar, le teme tanto a un ídolo al cual adora, que se atreve a cualquier cosa con tal de no desobedecerlo.

En estos dos casos, la fortaleza es más bien ilusoria, pues no se trata de una cualidad inherente a la persona, que le sea auténtica o que sea resultado de su desarrollo, sino que más bien es una reacción circunstancial de miedo a la vida en sí: miedo a caminar por sí mismo, miedo de desafiar al Amo, miedo de poner en juego los rec

A estas formas un tanto dudosas de fortaleza se opone una tercera que está en relación directa con el desarrollo pleno del ser humano: ¡El arrojo!

El cual encontramos en la persona totalmente desarrollada, que descansa en sí misma y ama a la vida y lucha sin temor alguno por alcanzar sus objetivos .Quien se ha sobrepuesto a la avidez, no se adhiere a ningún ídolo o cosa y, por lo mismo, no tiene nada que perder: es rico porque nada posee, es fuerte porque no es esclavo de sus deseos. Este tipo de persona puede prescindir de ídolos, deseos irracionales y fantasías, porque está en pleno contacto con la realidad, tanto interna como externa. Y cuando ha llegado a una plena “verraquera“, entonces es del todo intrépida y está a un  paso hacia la osadía.

Únicamente cuando una persona se conoce a sí misma alcanza un grado importante de autonomía, pues se da cuenta de que posee los recursos suficientes como ser humano para vivir, en toda la extensión de la palabra: sin depender de otro, sin explotar a otros, sin esperar nada de nadie, son acudir al utilitarismo maquiavélico, con plena conciencia de su finitud, ¡sin temor a la muerte ni al dolor!

Este, por supuesto, es un estado de la existencia que no sólo pocas personas alcanzan, sino que además menos aún se interesan por buscar.

Por las condiciones mismas de nuestra especie (en particular la amplia duración de la infancia del ser humano), lo más común es que la gente repita los patrones de dependencia, irracionalidad y angustia en los que se formó, sin preocuparse por romper con ellos y cambiarlos.

Sin embargo, la única manera de sortear los desafíos de la existencia y salir fortalecidos de ellos es siendo una “persona llamada arrojo”.

De otro modo, los cambios, las crisis, los imprevistos y, en general, todo aquello que da sustento a la vida, se experimenta con sufrimiento y preocupación, e incluso podría decirse que con torpeza e ignorancia, todo lo cual nos hace padecer las experiencias que vivimos, cuando, por el contrario, estas podrían ser siempre oportunidades de aprendizaje y crecimiento.

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