Por Iván de J. Guzmán López
Contrario a la constitución de 1991, que pontifica en defender la vida, honra y bienes de los ciudadanos, Colombia parece ser el paraíso de los feminicidas. Mientras que en una democracia como la de los Estados Unidos, sólo 7 artículos y 27 enmiendas constitucionales bastan para proteger la vida de sus ciudadanos, fuera y dentro del país, en Colombia parece insuficientes los cientos de legisladores y la baraúnda abrumadora de leyes que, en definitiva, solo sirven para justificar los millonarios salarios de esos “padres de la patria” y vender, a los ojos del mundo, la narrativa de que somos un Estado Social de Derechos.
Cada vez que sufrimos un feminicidio, la sociedad se rasga las vestiduras, se pide pena de muerte (como en los Estados Unidos), endurecer penas, incrementar a más de 60 años la prisión para el asesino de turno, pero, finalmente, nada pasa. Misteriosamente, no obstante la montaña de leyes, este tipo de aberraciones quedan “en rebajas de enero”, como dicen los españoles. Somos el reino de la impunidad y el país del olvido.
En Colombia, el feminicida potencial y en ejercicio (si se quiere decir así, porque hay casos en los cuales el delincuente probado sigue en libertad y hasta se convierte en embajador, servidor público o privado) no tiene freno, no tiene cárcel, no tiene sanción social. La constitución y el código penal más parecieran hechos para Suecia que para Colombia, donde el asesinato, el robo, la corrupción, la violencia y la muerte son mercancías o negocios jugosos.
El feminicidio no es solo un titular desgarrador; es una herida que sangra día a día, año tras año en un país que parece no importarle encontrar el camino para proteger a sus mujeres. Según datos recientes del Observatorio de Feminicidio, a octubre de 2024, 745 mujeres han sido asesinadas por razones de género, marcando incluso un aumento en comparación con años anteriores ¡y superando cifras de los últimos siete años!
Es preocupante y triste como antioqueños, especialmente, que la estadística, con los datos más altos, la tenga un departamento como Antioquia, incluso por encima de la media nacional. Según JJ Pretelt, abogado Director del Centro Internacional de Defensa Jurídica, y quien ha sido galardonado como Embajador de Derechos Humanos y Empoderamiento Femenino, este fenómeno evidencia la gran desigualdad a la que se enfrentan día a día las mujeres colombianas, en un país que dista mucho de ser garante de su bienestar y su vida.
En el año 2023, los feminicidios sumaron 525 casos; es decir, ¡más de uno por día!, trazando un panorama devastador que exige respuestas urgentes del Estado y de la sociedad en su conjunto.
A pesar de que el feminicidio fue tipificado en el Código Penal en 2015, las cifras evidencian una impunidad alarmante y cómplice: de los 3.845 procesos judiciales abiertos desde entonces, el 64.7% no han tenido una decisión definitiva, lo que refleja la falta de la debida diligencia y el compromiso por parte del sistema de justicia. Este contexto no sólo perpetúa el ciclo de violencia, sino que también manda un mensaje de indiferencia infame a las víctimas y sus familias.
Los gobiernos de turno, que deberían garantizar la protección y los derechos de las mujeres, han fracasado en implementar políticas efectivas. Aunque el Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026 incluyó medidas para enfrentar la violencia de género, como la declaración de emergencia y el fortalecimiento de las Comisarías de Familia, estas acciones han sido insuficientes. Las rutas de atención siguen fragmentadas, y los esfuerzos por sensibilizar y capacitar a las instituciones públicas en un enfoque de género no se traducen en cambios significativos, pues las mujeres colombianas siguen siendo asesinadas con sevicia y premeditación.
El feminicidio, además de ser el acto extremo de la violencia machista, es un síntoma de una sociedad profundamente desigual, enferma, donde este machismo y la dominación masculina aún dictan las reglas del juego. La violencia de género va desde el abuso verbal y físico, hasta la cosificación de las mujeres; todo forma parte de un sistema que normaliza el control sobre sus cuerpos y vidas. La Convención de Belém do Pará y otros marcos internacionales, exhortan a los Estados a erradicar esta violencia; sin embargo, en Colombia, estas disposiciones parecen quedar en letra muerta y hasta en politiquería, como, me temo, ocurre en este gobierno, lleno de personajes como El embajador y hoy asesor presidencial Armando Benedetti.
Proteger a las mujeres no es solo una cuestión de justicia, sino de dignidad y humanidad. Se requieren políticas integrales que incluyan educación en igualdad de género, en especial mayor presupuesto para la prevención y la atención de víctimas, así como una reforma profunda del sistema judicial colombiano, que pueda garantizar investigaciones rápidas y condenas ejemplares.
Además, la sociedad debe unirse en torno a esta causa, rompiendo el silencio que perpetúa estas violencias, exigiendo un cambio real y sostenible. Se hace urgente una campaña masiva, con verdadero enfoque de prevención, para promover el empoderamiento femenino mediante talleres y herramientas tecnológicas y legales, capaces de fomentar la identificación temprana de riesgos de violencia de género, formar en derechos fundamentales, mecanismos legales de protección, rutas de atención integral y la judicialización adecuada y rápida que permita poner punto final a este macabro comportamiento, que parece ser tolerado legal y socialmente en esta tierra de leguleyos, democracia de papel y fingido bienestar.
No podemos seguir permitiendo que las mujeres sean víctimas de una muerte anunciada en la gran mayoría de casos. Los feminicidios son un llamado urgente a la acción, un grito desgarrador que nos obliga a replantearnos quiénes somos como nación y qué tan resueltos estamos para proteger a quienes más lo necesitan.