Las pasiones desbordadas, los individualismos, el egoísmo, el orgullo desmedido y la arrogancia, entre otras, envilecen nuestra existencia y son el demonio de nuestra mente, el infierno de nuestras vidas y el camino más directo al fracaso”.

Por: Héctor Jaime Guerra León*

Por estas calendas el mundo católico, conmemora con gran alborozo, alegría e, inclusive tristeza, la pasión y muerte de nuestro gran liberador, del inolvidable y sagrado Salvador de vidas, el redentor de la humanidad y creador del Universo entero: Dios Nuestro Señor, para muchos de nosotros fuente absoluta de todo lo existente.

Año tras año, y hasta sin entender mucho lo que significa, celebramos estas carismáticas honras, unos con profunda y mística oración y el análisis de lo sucedido y, otros, aprovechan estas solemnidades para la diversión y jolgorio; pero todos conscientes de que ello fuera el acontecimiento más sublime y trascendental que aconteciera en el seno mismo de la Humanidad, para dejar el legado y recuerdo sobre la existencia de un Dios supremo capaz de la más noble demostración de amor por nosotros, como fue el hecho mismo de entregar en sacrificio a su hijo, al gran maestro Jesús, símbolo de amor y redención para todo ser humano capaz de creer y practicar sus enseñanzas.

Todos, en oración, alegría, tristezas, luchas espirituales, súplicas y arrepentimientos o en rumbas, jolgorio y diversión, sabemos que esto tan grande y majestuoso fue obra de un Ser Supremo, del amo universal de todo lo existente a quien algún día no lejano deberemos acudir a rendir nuestro testimonio, nuestras cuentas y a recordar cómo asumimos su legado y si, por ello, merecemos seguir gozando de su bondad y misericordia.

Los seres humanos nos movemos en medio de muchas contrariedades, pasiones, miedos, riesgos, afrentas y peligros que ponen en juicio la vida y el ejemplo que debemos seguir en consonancia con los principios, normas y legados que nos ha dejado el gran maestro Jesús, en su paso por la tierra. Pienso, aunque es mi simple opinión, que sus preceptos no fueron exclusivamente religiosos, sino que ellos conducen también a mostrar y orientar las mejores formas del buen vivir, la práctica de mejores maneras, el respeto por los demás (prójimo), por sus derechos y también para que asumiéramos nuestras obligaciones y deberes no simplemente frente al Ser Supremo, sino también frente a los que nos rodean, frente a nuestros semejantes. Su existencia, vida y enseñanzas fueron el más prodigioso catálogo de derechos y mejores pautas para la sana convivencia, la reconciliación y la Paz.

Por sobretodo y sea cual fuere la idea que de Dios tengamos, debemos aprovechar estas enseñanzas para aprender a hacer cambios fundamentales en nuestras vidas, buscando ahondar más en el mundo de nuestra espiritualidad, de nuestra trascendencia futura, dejando de poner tanta atención a las superficialidades, a las banalidades del mundo material, que son las que nos ponen tanto obstáculo a la hora de medir nuestros proyectos de vida, separándonos, cada vez más, de lo que nos haya deparado nuestra divinidad, nuestro Supremo Hacedor.

Muchas veces cambiamos nuestro rumbo de fe y compromiso espiritual, por los goces y futilidades que nos trae el materialismo y la frívola cotidianidad. Es decir, lo cambiamos por cosas materiales: por los desenfrenos, el dinero, la suntuosidad; por los placeres terrenales y la ambición, desviando a veces hasta inconscientemente, el verdadero sentido de nuestras vidas.

Si queremos realmente cambiar nuestra forma de ser y vivir con responsabilidad, como auténticos seres humanos y sociales y cumplir con nuestro gran deber misional de verdaderos hijos de Dios, de nuestro Estado y de nuestra sociedad, tendremos que afrontar con mayor compromiso –con más solidaridad y fraternidad- nuestro papel frente a nosotros mismos, antes que frente a cualquiera otra consideración. Todo esto nos hace recordar y reconocer que el placer sin controles, al igual que las pasiones desbordadas, los individualismos, el egoísmo, el orgullo desmedido y la arrogancia, entre otros tantos defectos que envilecen nuestra existencia y que son tan comunes en nuestro quehacer cotidiano, son el demonio de nuestra mente, el infierno de nuestras vidas y el camino más directo y pronto al fracaso. Hay que reconocerlo, ahora que estamos en la época más propicia para hacer este tipo de análisis y reflexiones, revisando si estamos en el papel de quien siempre se lava las manos, alegando nunca tener la culpa de nada, del que para todo encuentra una evasiva, una justificación; jamás se siente culpable de nada, justificando todo defecto que poseamos en nuestro interior y a que jamás nos consideremos responsables, siempre creyéndonos tener la razón, como Pilatos, siempre justificando sus faltas, buscando evasivas y disculpas para no hacer frente a nuestros errores y debilidades.

¡Hay que cambiar, es tiempo propicio para intentarlo!

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Comunitario; en Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magíster en Gobierno.