Las cárceles atiborradas están de reclusos que culpables o inocentes, son sometidos a terribles vulneraciones de sus derechos, a la enfermedad, a agobiantes y enfermizas congestiones, a procesos de corrupción de toda clase y perversión.

Por: Héctor Jaime Guerra León*

Otra de las problemáticas que desde hace muchos años afronta este país, es el desprestigio, verdaderamente alarmante, en que se ha sumergido su sistema- política carcelaria y penitenciaria y, con éste, sus centros de reclusión, en los que a más de ir a pagar una condena impuesta por la violación de un derecho o la realización de una conducta jurídicamente prohibida, se va o se recluye al cuidando a recibir “capacitación” para el delito o para seguirlo haciendo con mayor capacidad y agresividad- animadversión.

El objetivo primordial de la imposición de una condena, es buscar que quien haya cometido una conducta criminal- un delito- tenga la oportunidad de reflexionar sobre su comportamiento y que, además, se sienta estimulado por el Estado y la Sociedad al arrepentimiento y/o redención y logre su normal reincorporación al entorno social y familiar al que ha pertenecido siempre. Se supone que, si el verdadero sentido de la ley penal es impedir que el crimen y las conductas prohibidas se realicen, deberá también proporcionar los medios necesarios y adecuados para que las personas incursas en la comisión de un delito (por la trasgresión del orden jurídico), tengan la voluntad política e institucional y los elementos- herramientas necesarias– recursos logísticos y pedagógicos, entre otros, que les induzca y permita, si a bien lo tienen en ese proceso, tomar la determinación de corregir sus faltas y se decidan a aprovechar la oportunidad que les brinda el Estado de Derecho a resocializarse, volviendo a la sociedad, aceptando sus normas, para vivir en ella sin dificultades de ninguna índole, aceptando las reglas social e institucionalmente imperantes.

Infortunadamente en nuestro país nada de lo anterior se cumple, las cárceles o centros de reclusión se han convertido, desde hace ya mucho tiempo, en verdaderas “escuelas del crimen”, verdaderos infiernos terrenales, en las que –como dice la canción –romancero español- al aludir a la inmoralidad que se vive en estos lugares: “a la puerta del presidio hay escrito con carbón, aquí el bueno se hace malo, el malo se hace peor”. El mal trato que se dan entre ellos mismos y/o por parte de los más fuertes, originado en el despotismo y negligencia de buena parte de los funcionarios que tienen el deber misional de administrar y/o vigilar dichos centros, sumado a la revoltura- fusión de pequeños, medianos y peligrosos delincuentes, hace que quien, por circunstancias en muchos casos ajenas a su voluntad, tenga que pagar en estos sitios una condena, para tratar de purgar sus errores, más que a ello estará es condenado a tener que seguir siendo siempre un criminal; porque allí, los prisioneros son sometidos, con algunas excepciones, a tratos deshonestos, crueles y deshumanizantes que incitan al rencor, al resentimiento, la venganza; es decir, a la reincidencia delincuencial, obligados por los nefastos y degradantes hechos que al interior de éstos escenarios acontecen y que no obstante todo lo que ha ocurrido y los intentos que se han hecho, para evitarlo, ha sido imposible hasta ahora corregir.

Allí, en estas “universidades”, como decía uno de mis maestros en la facultad de derecho, ante un sistema estatal incapaz de dar verdaderas soluciones y bajo la injusta censura de una sociedad no menos cruel e indiferente, se encuentran muchos hombres y mujeres de nuestra patria, sometidos al olvido, al hacinamiento y a las más degradantes humillaciones y desprecios y/o a lo que es más deplorable, recibiendo “cátedra para el delito”, pues la drogadicción, el hurto, las violaciones, abusos y todo tipo depravaciones sexuales se hacen muy normales y frecuentes ante la actitud permisiva y cómplice del sistema y -de manera especial- de sus servidores que -en muchos casos- coadyuvan y participan en todo este entramado de descomposición y maldad que se cocina desde el más profundo interior de nuestro maltrecho y corrupto sistema carcelario.

Desde mis épocas de estudiante he escuchado lo que ha sido una urgencia, un deber apremiante e incumplido del Estado y la sociedad; esto es, poner en práctica el establecimiento de un real, concreto e integral programa sobre lo que los expertos llaman política criminal, para la redención del sistema carcelario y penitenciario de nuestro país, implementando la puesta en marcha de eficaces procesos, planes y programas que busquen efectivamente la humanización de dicho sistema en nuestro país; para que quienes hayan cometido una conducta en contra de nuestro orden social y jurídico puedan tener, en la cárcel, la obligación de redimir sus malas acciones, pagando una justa condena, estando allí lo que tengan que estar de conformidad con la gravedad de su mal comportamiento; pero que también –como es el deber ser y el sentido político, ético y filosófico de las sanciones en un verdadero sistema democrático, se les brinde la oportunidad y el derecho a que -real y efectivamente- las sanciones- penas, estén encaminadas a que dicha población tenga la posibilidad de reflexionar, arrepentirse –redimirse, y a regresar a la libertad- a la sociedad– a serle útil, a servir y producir de conformidad con la asunción de una nueva vida y a un sistema social e institucional que en esas condiciones pueda acogerle y brindarle su protección.

Lejos estamos de que ello sea una realidad, pues hoy las cárceles atiborradas están de reclusos que culpables o inocentes, son sometidos a terribles vulneraciones de sus derechos, a la enfermedad, a agobiantes y enfermizas congestiones, a procesos de corrupción de toda clase y perversión y, a estar allí en ese infernal abismo, a la espera de que algún día tan atroz y deshumanizante situación cambie, otorgándoles el trato que en consonancia con el orden jurídico interno y el derecho internacional humanitario (DIH) debe darse a estas personas; pues a pesar de sus errores, concupiscencias y debilidades, como seres humanos que son, también debieran tener derechos que se les debe respetar y garantizar por el orden social y estatal imperantes. Esto no es cuestión de sentimentalismos o abdicaciones frente a esta población, es un asunto de humanidad y de simple derecho.

¿Será eso algún día posible en Colombia?

*Abogado Defensoría Pública regional Antioquia. Especialista en Planeación de la Participación Ciudadana y el Desarrollo Comunitario; En Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magíster