La muerte, según parece ha ido descubriendo la Medicina, no es un acto instantáneo, aunque así parezca a quienes ven morir a alguien.
Por: Salvador I. Reding Vidaña | Fuente: Catholic.net

El tránsito de la vida de este mundo al mundo eterno es una constante de ver nacer, ver crecer, ver vivir y… ver morir a los seres queridos, o simplemente admirados. A veces, cuando hay un enfermo “terminal”, sabemos que morirá pronto, y a pesar del dolor de perderlo, sabemos que así será. Otras veces no, esas que consideramos muertes inesperadas, como en caso de un accidente, o de un homicidio, o de un error médico, y más. Otras veces, la muerte inesperada, es producto de un mal desconocido de dicha persona, como cuando se muere de un infarto fulminante, sin que la persona haya dado señales de estar enferma.

No queremos que los seres queridos mueran, aunque sabemos que la vida siempre tiene un término. Muchas veces la sola edad o una enfermedad discapacitante, quizás progresiva, o las consecuencias de un accidente grave, nos indican que una persona puede morir pronto. No lo deseamos (salvo que sufra mucho sin remedio) pero sabemos que va a ocurrir. Encomendamos a Dios a esos enfermos, en especial cuando por las causas que sean, agonizan, y a veces en muy largas agonías. Cuestión de horas… de pocos días a lo mucho.

Pero lo que más pega en el corazón es la muerte inesperada, en especial de niños y jóvenes, cuando se supone que ellos sobrevivirán, y hasta enterrarán, a sus mayores. Cuántas veces hemos escuchado, o quizás hasta dicho, que perder a un hijo es el mayor dolor de sus padres. Y luego, dentro del dolor surge la pregunta de “¿por qué Señor, te lo llevaste?” He aquí el misterio de la hora de la muerte, esa que Jesús nos advirtió que no sabemos ni la hora ni el lugar de la muerte, y que por tanto siempre hay que estar preparados para llegar a la presencia anímica de Dios, a su juicio.

Quizás el misterio de esa hora de morir se conozca justamente cuando al estar ante el Señor, que Él nos diga por qué estamos ya allí. Pero para un creyente, un cristiano, es sabido que El Señor tiene sus designios, sus planes de vida de cada persona, y que el momento de morir es cuando esos planes de Dios para cada uno se han cumplido. Planes que pueden incluir desde grandes acciones y responsabilidades, hasta prácticamente ninguna, como el de un bebé que muere antes o poco después de nacer. Cuando se ha vivido mucho, también mucho hay que responderle al gran Juzgador, y cuando como bebé apenas se ha visto la vida, el alma llega a Dios perfectamente limpia y digna, como la de quien le ha sido fiel servidor.

Hay una frase que se ha vuelto común al referirse al recién fallecido: “se nos adelantó”. Pero para Dios nadie se adelanta, cada quien vive lo que debe vivir. Por supuesto que la pérdida del ser querido cuya alma ha volado al Señor, dejando atrás su cuerpo físico, es dolorosa, aún cuando con gran espíritu cristiano sepamos que el Señor Dios lo ha llevado con Él.

TOMADO DE CATHOLIC.NET