El futuro de los acuerdos que buscan “la Paz Toral”.

Los acuerdos, cualquiera que ellos sean, deben contar con la férrea y decidida voluntad de los involucrados, que en este caso somos todos nosotros los colombianos, que unidos en ese solido propósito, sin mezquindad alguna y alejados de todo tipo de resentimientos y exclusivismos, de una manera integral e incluyente, marchemos todos hacia la conquista y recuperación de los objetivos y valores que hemos dejado perder”.

Por: Héctor Jaime Guerra León*

Ha llegado un nuevo gobierno para ponerse al frente de la institucionalidad colombiana y, con él, renace la esperanza de paz y de reconciliación que – no obstante los fracasos, negaciones e ingentes intentos, aún subsiste en lo más profundo del alma nacional.

Aunque es necesario, para el logro de dichos propósitos, la reanudación de los diálogos con la insurgencia del ELN, abruptamente suspendidos en el gobierno anterior, y reforzar los planes y estrategias políticas y presupuestales, para darle cabal cumplimiento a los Acuerdos de la Habana, es ineludible también comprender y asumir – con la mayor seriedad y desprendimiento- que ya no será solo con las disidencias del acuerdo firmado con los que se tendrá que buscar acercamientos para que la paz sea total, como en efecto quiere el actual gobierno. Buscar acordar con otros actores armados, incluyendo aquellos que no son guerrilleros propiamente dichos, sino que delinquen desde otras trincheras delincuenciales, en nada ideológicas y que pertenecen al ya muy reconocido fenómeno del multicrimen”, que se ha venido presentando en nuestra Nación y en el cual están inmersas sofisticadas maneras y múltiples expresiones delincuenciales, dentro de las cuales se destacan la ideológica o política, las producidas por el narcotráfico y sus derivaciones; la paramilitar y otras, que son el fiel reflejo de poderosas manifestaciones u organizaciones con enorme capacidad de concierto para delinquir que existen en el país y las cuales se deben concitar y, de esa forma, incluir a todos y cada uno de sus protagonistas, para que al final ese gran consenso la paz sí pueda resultar real, completo y total como se ha pretendido.

Ya habíamos dicho en algunos de los escenarios en donde hemos tenido la oportunidad de opinar sobre estos temas, que los acuerdos, cualquiera que ellos sean, deben contar con la férrea y decidida voluntad de los involucrados, que en este caso somos todos nosotros los colombianos, que unidos en ese solido propósito, sin mezquindad alguna y alejados de todo tipo de resentimientos y exclusivismos, de una manera integral e incluyente, marchemos todos hacia la conquista y recuperación de los objetivos y valores que hemos dejado perder; para poder así allanar juntos los caminos de transformación que queremos, poniendo en práctica los proyectos y mecanismos de política pública e inversión social que permitan materializar de una vez por todas, las grandes oportunidades que se tienen para iniciar los cambios necesarios en el marco de un Estado Social que, por lo menos en el papel, en los formalismos, nos brinda tantos derechos y tantas garantías para hacer algún día posible el esquivo y noble sueño de que por lo menos nuestras próximas generaciones vivan en paz y en armonía, reconciliando los añejos odios y polarizaciones que nos han agobiado hasta el momento de manera irremediable.

Ello es lo ideal y sería posible solo si en el corazón de todos y cada uno de nosotros naciera la luz de la esperanza que todos decimos (alegamos) tener, pero que muchos aún no han querido encender. Solo así, y únicamente así, podrá algún día reinar la paz en nuestro país y eso es lo que infortunadamente todavía no se percibe con claridad.

Es infortunado y hay que reconocerlo, se nota en el ambiente político y social del país, un profundo fenómeno de divisionismo – unos por la natural falta de credibilidad en algunas de las más arcaicas y degradadas instituciones del Estado; otros por el rencor que no deja de propagarse producto de los históricos episodios de violencia e incomprensiones políticas y sociales que han divido la opinión ciudadana, haciendo un enorme daño a la democracia y que han originado no pocas xenofobias, fanatismos, sectarismos y la intolerancia que han caracterizado a la praxis política en nuestro país desde tiempos inmemoriales -tal vez– pienso respetuosamente, que primordialmente por la falta de un sistema democrático que tenga como sus pilares básicos a partidos política, ideológica y socialmente fuertes, es ello precisamente una significativa falencia. Todo esto hace un inmenso daño no solo a los anhelos de Paz, sino a la Nación entera, que con esas dificultades no le es fácil superar con éxito muchos de sus más fundamentales propósitos en materia política, económica y/o social.

Así las cosas, la patria se ve envuelta en una confusa situación en la que pareciera que, en vez de unidos, estuviéramos al garete, en la penosa danza del “todos contra todos, buscando encontrar no los puntos de convergencia y unificación social y política, que son necesarios para planear y concretar reformas comunes y efectivamente incluyentes, sino cuales son los errores, los desaciertos y las estratagemas que permitan eliminar de tajo al contrario. Ello es fatal, no solo para la democracia, sino especialmente porque no permitirá construir los consensos que pudieran encaminarnos verdadera y eficazmente a una Paz integral, sincera y total.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación y el Desarrollo Social; en  Derecho Constitucional y Normas Penales. Magíster en Gobierno.