De nada vale la grandeza y pulcritud de las instituciones, cuando la mente y alma de los hombres que las dirigen están impregnadas de maldad y vileza.

Autor: Héctor Jaime Guerra León*

Nuevamente el pueblo se apresta a escoger a quien habrá de gobernar a nuestro país en el próximo cuatrienio, una de las tareas más difíciles y apremiante que pueda tener la Nación entera, como quiera que de ello dependen asuntos muy sustantivos para implantar realmente las reformas y los cambios políticos, económicos y sociales, inclusive culturales, que se están requiriendo desde tiempos inmemoriales en nuestro país y que no ha sido posible alcanzar, no obstante los dramáticos estados de pobreza y de miseria que vive el país y que se traducen -inexorablemente- en asuntos tan necesarios de resolver como la falta de servicios públicos básicos en muchos territorios y poblados y temas tan prioritarios para el equitativo desarrollo de una sociedad como educación, justicia, empleo, violencia y corrupción generalizadas, vivienda y medio ambiente, entre otros tantos flagelos y dificultades que se tienen en la actualidad y que es importante pensar en cómo se van a resolver y cuáles son las propuestas para lograrlo.

Son muchos los asuntos que debieran dilucidarse por todos los ciudadanos antes de dar un voto verdaderamente consciente, como debe ser el sufragio, por uno cualquiera de los muchos candidatos que aún -después de las elecciones congresionales- se mantienen en “contienda” aspirando a tan importante posición. Importante no solo por la dignidad que representa, sino especialmente por lo que significa en términos del futuro de todos los colombianos. Dije “contienda”, porque infortunadamente a algunos de ellos no los vemos en campaña, sino en peleas, riñas, enfrentamientos, que los alejan diametralmente de lo que debiera ser un sano e inteligente ejercicio democrático, en un debate de las ideas y de los programas, para demostrar quien tiene el mejor programa para gobernar un país tan difícil, diverso y disperso como el nuestro. Este debiera ser una sana emulación de las ideas y la inteligencia de los aspirantes y no la demostración de quién es más capaz de insultar y ofender a su rival. Nada bueno le deja eso a la democracia y al país.

Debe revisarse, entre muchos otras situaciones, si va o no a darse la atención y la asistencia que por largas épocas han esperado los campesinos, que dicho sea de paso es una de las poblaciones más notables y, paradójicamente, más olvidadas en la geografía nacional, que investidos de mucha fe y nobles ilusiones, han esperado pacientemente que algún día los cambios y las redenciones que se les han prometido, lleguen y puedan salir del abandono y la pobreza a que los han tenido sometidos a punta de promesas y falsas expectativas que nunca se les cumple, no obstante sus reiteradas súplicas, anhelos y grandes potencialidades.

Ser presidente de una Nación, es algo muy serio y determinante, no debe ser el producto del orgullo y la vanidad personal de un dirigente o un capricho de un partido o de una casta política, como ha sido casi siempre en Colombia, queriendo acceder o perpetuarse en el poder, para servirse de lo público y no servir al público, a los ciudadanos, como es lo que debiera suceder cuando se asumen esas posiciones. Entre los colombianos parece que se han malentendido esos postulados y se tiene la falsa creencia que el sistema político, y los ciudadanos, deben continuar para siempre manteniendo el respaldo y los privilegios que algunos han adquirido o que unos partidos, nombres, movimientos o sectores políticos y económicos tienen el derecho inmodificable de ser quienes tienen la facultad de gobernar y que así no lo hagan bien, deben conservar esa prerrogativa por encima de toda consideración, aunque no hayan sido buenos gobernantes y hayan traicionado, y muchas veces malintencionadamente tergiversado, el mandato popular de gobernar para el bien general y para proporcionar el bienestar –con equidad y justicia- a todos los ciudadanos y administrados. Ello en nuestro país, infortunadamente, no ha sido así y, por ello, la necesidad de que los electores, los ciudadanos, que son los que pueden hacerlo, estudien muy bien esas alternativas, esas opciones y libre y conscientemente, tomen una decisión que les permita poner fin de una vez por todas a este largo y espinoso espiral de actividades gubernamentales que a pesar de haberlo prometido, en su ejercicio gubernativo, casi nunca se sintonizan con los anhelos y esperanzas de quienes son sus poderdantes, los electores, quienes siguen, ingenuamente, período tras período concediendo- con el voto- esas autorizaciones, esperanzados en que algún día llegue quien sí pueda y quiera ponerle fin a tantas injusticias e inequidades, que se cometen desde las más altas esperas de la institucionalidad y del gobierno, por parte de sus elegidos.

Algún amigo, de aquellos con quien suelo tener este tipo de conversaciones, me decía con toda razón, que “uno como ciudadano siempre vota con la ilusión de que su elegido sea su ejemplo de servicio, su apoyo y su digno representante ante la espera social y gubernamental, pero que la mayoría de las veces pareciera que eligiéramos no a nuestro representante, sino a nuestro verdugo”. Resalto esto porque sé que eso es también lo piensan muchas otras personas- electores; lo extraño del asunto es que, como se ha reconocido en tantas oportunidades, no se trate de corregir esos errores, revisando con atención los programas y los candidatos, previo los procesos electorales, para evitar a lo sumo este tipo de desengaños y que atraídos con novedosas estrategias y sofisticados argumentaciones, como suele ocurrir, vuelva y se vote por quienes son los más destacados y más sobresalientes protagonistas de este tipo de costumbres, aptitudes, patrañas y argucias para ganar elecciones, para luego olvidarse -como suele ocurrir- de las promesas y propuestas que han originado sus triunfos.

Hay, pues, que esperar que en esta oportunidad el pueblo de Colombia sabrá recordar con detalle y buena memoria, todos y cada uno de los episodios que en materia política y social han trascurrido en nuestra maltrecha patria desde mucho tiempo atrás, para que podamos escoger con acierto a quien -por sus capacidades y merecimientos- pero especialmente por sus hechos en favor de la comunidad, habrá de orientar los destinos estales y sociales durante los próximos cuatro años.

Colombia merece y necesita buenos y promisorios gobernantes que estén dispuestos a deponer sus intereses particulares, sus egoísmos y privilegios grupales, en favor de los intereses superiores de la Nación. Se necesitan líderes que, en vez de ponerse a pelear con el contendor, generando -con ello- más violencia, caos y polarización, busquen sinceramente la unidad de los pueblos y propendan por el fortalecimiento de la institucionalidad.

Se requieren gobernantes con fuertes convicciones y principios éticos y morales que busquen –sin desmayo alguno- la consolidación de un Estado de derecho acorde con nuestro orden jurídico y con nuestra tradición social, en el que brillen los Derechos Humanos, por encima de cualquier otra condición individual o partidista. Se requieren gobernantes cuya más elemental y primordial tarea sea establecer los lazos de unidad nacional que conduzcan a la Paz y la democracia, que piensen siempre en el mejor porvenir de la República y no en la miope y muy acostumbrada maniobra de gobernar para ser beneficiados y no para beneficiar y servir desinteresadamente en favor de todo el conglomerado social y, en especial, de quienes más lo necesiten, que son las personas que más estén en situaciones de indefensión y desprotección política, económica y social, que -a decir verdad- son un inmenso número de compatriotas, los mismos que concurrirán nuevamente a las urnas, esperanzados como siempre lo han estado, en que les ha llegado el día de ver una Colombia mejor, con una más pulcra gobernanza que busque siempre mejores condiciones y mejor calidad de vida para todos en común y no para unos pocos individuos o grupos de privilegiados.

Mi madre con la sabiduría propia de las personas de su edad dice que “De nada vale la grandeza y pulcritud de las instituciones, cuando la mente y alma de los hombres que las dirigen están impregnadas de maldad y vileza”. Oremos pues, para que este proceso conduzca a nuestro pueblo a la selección de aquellos que pueden y quieren adquirir tan nobles e impostergables compromisos. Eso es tarea que obviamente nos corresponde a todos y cada uno de los que creemos que nuestro país sí puede llegar a tener mejores gobernantes, mejor Estado, mejor sociedad y mejores seres humanos, en donde -así las cosas- puedan reinar la Paz, la prosperidad y el bienestar individual y colectivo de todos y cada uno de sus asociados.

*Abogado. Especialista en Planeación de la Participación Ciudadana y del Desarrollo Comunitario; En Derecho Constitucional y Normatividad Penal. Magíster en Gobierno.