Por Iván de J. Guzmán López

En esta época, en la cual todo está tasado en “rutilas monedas”, no encuentro un motivo de celebración más bello (al lado de la madre, por supuesto), como el Día del Idioma.  Idioma hermoso, en el cual la palabra amor tiene un sabor especial; idioma agradecido, noble, que nos legaron los españoles. Ellos se llevaron el oro, pero nosotros nos apropiamos de su idioma, lo hablamos mejor, lo queremos màs (aunque a veces, cafres de todos los pelambres, lo traten a patadas), incluso que  en la propia tierra del Hidalgo don Miguel de Cervantes Saavedra.

Esta fecha, tan querida para quienes gozamos de nuestro idioma español, se hace más festiva si entendemos la dimensión de las palabras, que, bajo el título Botella al mar para el Dios de las palabras, pronunció Gabriel García Márquez, en una celebración parecida a la que hoy nos ocupa:

A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: “¡Cuidado!” El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: “¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?” Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo”.

Sin duda, el mejor legado que recibimos en el año 1492, cuando desembarcaron los españoles en nuestra América, fue su idioma; un idioma capaz de nombrar lo que los sentidos percibían, lo que el alma sentía, lo que el corazón amaba o detestaba; la profusión de colores, de olores y de sabores que encontraron, y que en muchas oportunidades saquearon, sin tener en cuenta que el idioma que les heredamos, sería capaz de denunciar muy pronto lo ocurrido, desde nuestro barroco, verismo y realismo mágico. Particularmente, en Colombia, nos podemos dar por satisfechos: Víctor García de la Concha, director de la Real Academia de la Lengua Española, la casa matriz y la institución más antigua del español en el mundo, dice complacido que la fama que tiene Colombia de hablar el mejor español, es cierta. ¡Aleluya!, no sin advertir que nos falta mucho en materia del cultivo de nuestro idioma.

El sábado 23 de abril, fue un día de alegría y compromiso por el respeto a la norma culta y el cultivo de nuestro idioma, que tanta honra nos ha dado en el mundo, de la mano de Gabriel José de la Concordia García Márquez, Miguel De Cervantes Saavedra, Neftalí Ricardo Eliecer Reyes Basoalto, Mario Vargas Llosa, Mario Orlando Hamlet Hardy Brenno Benedetti Farugia, Paulo Coelho Nacimiento, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges, Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca, Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, Isabel Allende Llona, Jorge Montoya Toro, Meira del Mar, entre otros miles de poetas, novelistas, ensayista, cuentistas y periodistas. Celebramos con gozo el 23 de abril, escogido para celebrar nuestro idioma en España e Hispanoamérica;  también elegido como Día Internacional del Libro, pues coincide con el fallecimiento de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega en la misma fecha del año 1616 (aunque aclarar que, la realidad es que Cervantes falleció el 22 y fue enterrado el 23, mientras que Shakespeare murió el 23 de abril del calendario juliano, que corresponde al 3 de mayo del calendario gregoriano). 

Punto aparte, merece celebrar este día, el nacimiento de mi maestro de siempre Manuel Mejía Vallejo, ocurrido el 23 de abril de 1923, en la hidalga ciudad de Jericó. Hasta allí viajé el viernes 22 de abril, como invitado de honor del Primer Encuentro Patrimonial Departamentos de Antioquia y Caldas, donde recibí, de manos  de la delegada del Concejo municipal, de su presidente, el señor Heriberto Bustamante Quintero y del señor Alcalde, doctor David Alonso Toro Cadavid, el Carriel Jericoano, “símbolo de nuestra identidad jeriocoana y Patrimonio Cultural de la Nación, como un tributo y sentido reconocimiento a su denodada entrega profesional…”, según reza el documento recibido.

Aunque poco amigo de las bebidas espirituosas, levantemos la copa en honor a nuestro idioma, ahora más vivo que nunca, “no por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su belleza y su vasta experiencia cultural”, como dice nuestro Nobel Gabriel García Márquez.