Por Iván de J. Guzmán López

Aunque suspiremos a diario por la ansiada paz, no podemos dejar de lado el clima de violencia que vive Colombia (¡quién sabe hasta cuándo!). La violencia es pan de cada día. Una de las razones: hemos confundido conflicto con violencia; nos hemos ahogado en la sencilla semántica de una y otra palabra; no hemos sido capaces de entender el conflicto como simple discrepancia o contradicción. Nunca hemos querido comprender que el conflicto es un proceso connatural a los seres humanos y sencillamente se presenta cuando tenemos formas divergentes de ver, sentir, pensar y entender el mundo y la vida, sus situaciones y sus cosas (para otras sociedades, tal vez más cultas que la nuestra, no es más que oportunidades de crecimiento). Hemos trocado la bella palabra diferencia (desgraciadamente, a casi todos los niveles de la sociedad), por la violencia. No hemos podido comprender (o no hemos querido entender, anteponiendo el interés mezquino y personal a la civilidad y a la razón propia y vacía), que la violencia es la máxima degradación del conflicto.

Estos conceptos, en el fondo bastante sencillos (extrañamente ajenos a un país que se precia de culto, lleno de intelectuales, escritores, poetas, sociólogos, sicólogos, economistas, políticos, religiosos, beatas, beatos y toda suerte de “ilustrados”; que goza de una capital como Bogotá, a la que hasta hace poco se la denominaba La  Atenas Suramericana; y una ciudad como Medellín, querida por todos y en alguna medida, culta, deberían ser materia de estudio en los hogares, en las aulas escolares, en los foros educativos, en los concejos municipales, en la cámara de Representantes, en el senado de la República y hasta en las iglesias mismas.

Es necesario que nos adentremos en la semántica de estas palabras, en su diferencia radical y opuesta, pues vivimos una realidad miserable, oscura y criminal, alejada del tratamiento esperado y deseable de las contradicciones o discrepancias. El conflicto enaltece a la especie, la hace plural, la enriquece; la violencia la envilece, es la salida irracional a los problemas, sean ellos sencillos o acuciantes.

Es perentoria la obligación que tenemos los colombianos por luchar para conseguir la paz, no obstante los palos en las ruedas puestos por los mercaderes de la violencia; la paz es un bien y una obligación constitucional para ciudadanos y gobierno en común, y debe traer aparejado la construcción de un país distinto, próspero, feliz, ya no de la mano de la violencia y sí de la fuerza de la divergencia, del pluralismo y las ideas puestas con generosidad sobre la mesa.

A este tenor, y ante la violencia desatada por la delincuencia en diferentes regiones del país, atizada por gobiernos vecinos que protegen maleantes sumados a raizales agentes de mal, es claro que un clima de paz verdadero abonará el camino para derrotar definitivamente al narcotráfico y otras formas propiciadoras de violencia, dando paso a la divergencia y a la construcción social plural y abierta a los ciudadanos.

La violencia, propiciada por la delincuencia, la que no procede de la diferencia, de la divergencia, sino de intereses mezquinos y criminales que pescan en río revuelto, debe ser derrotada.

Esta época de elecciones, donde accedemos al voto como un deber y un derecho para elegir lo mejor de nuestra gente, es propicia para decir una vez más, bienvenido el diálogo que construye; no a los mercaderes de la violencia. Medellín, y en general Colombia, necesitan la paz: una paz duradera, constructo racional e inteligente de la palabra conflicto. Ahora, como nunca, debemos trabajar para sembrar esa paz en las comunidades, en el corazón, en la mente, en las ideas y en la diferencia, que pueda hacer más útil a cada colombiano.