Por: Luis Pérez Gutiérrez

Hay épocas de la historia que las sociedades se enloquecen. Y la violencia es la moda; el que no la reconoce como válida es un enemigo. La intolerancia es el primer símbolo de la locura con violencia. Y todos aceptan la falsa argumentación que la violencia es el mejor camino. Y así empiezan a actuar los de abajo y los de arriba. Los del Gobierno y los civiles. Todos. Cuando ser violento se constituye como argumento lícito, estamos al borde del caos; eso es estar muy cerca  un desastre social. Me acompaña la noble convicción que toda violencia es demencia. Los peores momentos de la humanidad han sido los de locura mezclados con violencia.

Destruir esculturas y símbolos del pasado se ha vuelto moda y violencia. Son múltiples las esculturas y las estatuas que con furia se han derribado en muchos países del mundo y en Colombia. Las protestas, como la sociedad de consumo, también se fundamentan en modas. La tendencia de moda para protestar está enfilada contra el arte, las esculturas y la historia.

Odioso e inaceptable el racismo. Denigrante la inequidad de género. Nada más horripilante para una sociedad contemporánea que la esclavitud. En medio de la rabia que produce la injusticia social y cualquier discriminación, conviene no quitarle el ojo al futuro y caminar hacia adelante sin retroceder.

Todo no se puede juzgar con los ojos del presente. Cada escultura, cada símbolo, cada cultura es hijo de su tiempo, de una historia pasada que debe servir a la memoria para no repetir errores si las generaciones pasadas los cometieron. Hacer historia destruyendo la historia es un dilema paradójico difícil de entender colectivamente.

Hacer el pasado perfecto y dejar el presente imperfecto, puede ser más doloroso y trágico; actuar así podría perpetuar un futuro con peores males del pasado que se combate. Y seguramente las generaciones futuras volverán a maldecir ese pasado que es el presente de hoy. El pasado no hay que destruirlo, ya fue. El pasado es cenizas; no se ve mérito entablar duelos violentos contra las cenizas del pasado. El pasado es un muerto de aromas dulces y amargos, y no se puede escoger. Hay que aceptarlo con gusto y sin disgusto.

Para buscar el noble ideal de acabar la injusticia de hoy, acudir a la violencia contra el pasado puede ser una expresión de la nueva inquisición. Creer que la fiebre está en el termómetro y que hay que quebrarlo para que se alivie el enfermo. El pasado no se puede cambiar; el pasado es un muerto, muerto del tiempo. Suena a intolerancia o a locura pelear contra el pasado, contra un muerto del tiempo. Una pelea dictatorial contra el pasado puede ser miedo o incapacidad de construir un futuro sin discriminaciones. El pasado es un muerto que nunca se va.

Como diría Orwel, para qué construir un pasado que me glorifique. Hay que construir un futuro limpio, sin injusticias, sin racismo, sin discriminaciones. Batallar contra el pasado no dignifica el presente ni el futuro. Las mentes rebeldes construyen futuro, no botan sus energías buscando glorificarse con el pasado. El pasado no es la meta de ninguna sociedad sana y progresista.

Añorar el pasado es como pelear con los molinos de viento o correr a alcanzar al viento. Distraerse en el pasado, es darle espacio a los que quieren perpetuar en el futuro las discriminaciones.

Mejor que destruir el pasado se debe construir un presente diferente que acabe por siempre las discriminaciones en el futuro. Que los símbolos del pasado que se quieren destruir sean la palanca, la energía para hacer un futuro sin discriminaciones.

En el futuro hay retos; en el pasado hay culpables. Destruir el pasado es como avanzar en reversa para evitar la alegría de inventar el futuro.