Por: Balmore González Mira

La década de los 70 comenzó por un cambio generacional donde la rebeldía se confundió con la ilegalidad y esta con la  criminalidad, desde allí no fueron pocas las figuras que despuntaron como grandes capos y “ganaderos emergentes” que pasaron a engrosar las listas de los empresarios de la nueva Colombia, pujante, contrabandista y marimbera.
Uno de los más dañinos momento fue la aparición en escena de Pablo Escobar, no sólo corrompiendo a las autoridades, irrumpiendo en el mundo político, si no queriendo ser imitado por todos los jóvenes y generaciones siguientes como el gran mecías o Robin Hood,  como muchas veces se le quería justificar ante su implacable e inimitable maldad, en dos décadas pasadas por su estilo que dejó además la cultura mafiosa perversa que muchos aún hoy quieren heredar o mínimamente imitar.
La década de los noventa no fue precisamente la del agua que purificó nuestras almas y por el contrario el narcotráfico seguía cumpliendo su papel determinante a tal punto que lograron hacernos arrepentir bien temprano de haber votado por el gobierno del proceso 8.000, del elefante o del narcogobierno de la época,  como muchas veces se le calificó. Colombia fue vista por el mundo como una narcodemocracia que había sido autoabsuelta a precios altísimos desde la comisión de acusaciones del Congreso de la República.
El estado fallido de finales de los 90 y comienzos de este siglo, cuando las farc y el narcotráfico convivían y comenzábamos a nadar en sembrados de coca y quien se opusiera a lo uno o lo otro caía asesinado y los pueblos dejados sin fuerza pública y sus alcaldes atendiendo desde la capitales, sólo logró una luz al final del túnel gracias al prodigioso gobierno de Álvaro Uribe Vélez que nos liberó del yugo del terrorismo y logró cifras irrefutables con la política de estado de la Seguridad Democrática, generando confianza inversionista y rendición real de grupos al margen de la ley y la casi derrota de las farc, erradicándole los sembrados de coca, y  también en lo militar, pero que fracasó en el gobierno siguiente al conceder todo en un mal llamado proceso de paz equivocado y rechazado en las urnas por la mayoría de los colombianos.
En la última década entró a irrumpir con fuerza el  microtráfico en todas nuestras poblaciones con la macabra comercialización de la droga que no podía ser enviada al exterior y que es distribuida por toda la geografía nacional con consecuencias funestas de un mercado marcado por la delincuencia y la criminalidad, además del envenenamiento de nuestras más recientes generaciones y la creciente siembra de hoja de coca en nuestras regiones.
Lo más reciente y vivido por los colombianos ha sido la existencia de maletas y bolsas  llenas de billetes descubiertas en las campañas políticas que lamentablemente no han dado los resultados de las investigaciones que todos esperamos y que también hacen presentir que muchas son producto del narcotráfico que sigue incidiendo en los procesos democráticos.
La prohibición de la aspersión aérea no solo ha dejado una estela de impotencia por parte de las autoridades, sino un halo de impotencia en una lucha desigual contra este flagelo. En buena hora se plantea que este mecanismo retorne dado que la impunidad y complacencia de nuestros vecinos, más los recursos de la narcodictadura de Venezuela que puedan seguir entrando a Colombia a patrocinar campañas, pueden ser más peligrosas de lo que el común de los colombianos creemos. Es hora de acabar con la narcotización del país, comenzando por erradicar completamente los sembrados de coca que tanto daño le hacen a la patria, desde lo social, ambiental y económico, pasando por la cadena perversa y criminal de su comercialización hasta el problema de salud pública por el consumo interno que se ha disparado con consecuencias absolutamente devastadoras para nuestra población. Desnarcotizar a Colombia tiene que ser un propósito nacional.