¿En un país como Colombia, y en las circunstancias actuales, sería posible efectuar una investigación tan descarnada
que nos permita revelar la dimensión real y verdadera de un dictámen jurídico para hacer justicia sin poner en tela
de juicio la dignidad ética y moral de un juez de la república?
POR: LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS
Tras la maraña indescifrable de la jurisprudencia un juez se vuelve incriticable e infalible, no siendo posible para una persona común el poner en duda su desempeño. Si bien es cierto que la ley contempla mecanismos para refutar o acusar a un magistrado cuando se supone que éste ha cometido alguna infracción al reglamento, la verdad es que rara vez prosperan dichos procedimientos cuando los activa el ciudadano común y corriente. Esto puede deberse a que el juez en duda ha actuado en realidad con estricto apego al reglamento o porque el procedimiento de queja es deliberadamente engorroso o inoperante, con el objeto de proteger el sistema. Cualquiera que sea la verdad, lo cierto es que a los ojos del lego en la materia no existe una mínima transparencia al respecto y pareciera que, más veces de las que fuera de desear, el litigante que está en la razón, o en el acusado inocente, pierden un pleito o son condenados injustamente.
¿Por qué no se informa con perfecta lucidez y detalle al ciudadano común, en un lenguaje claro y sencillo, sobre los fundamentos jurídicos que se han tenido en cuenta al hacer justicia?
El magistrado no sólo debe responder al superior jerárquico, sino también al pueblo y es un deber moral del sistema jurídico el informar adecuadamente en un lenguaje al alcance de cualquier ciudadano, para terminar con el manto de misterio de algunos dictámenes y suprimir el aura de “intocabilidad” que rodea al sistema, para que las personas que crean que se ha actuado mal con ellas se atrevan a exponer públicamente sus críticas.
Si preguntamos: ¿Cuánto vale un juez? “Cuántas vestiduras se rasgarían? ¿Cuántas manos misteriosas se moverían para impedirlo? ¿Cuántas voces hipócritas se alzarían contra dicha investigación? ¿Cuánto se demoraría el sistema inquisitorial oculto de algunos gobiernos, del presente y el pasado, en movilizarse para impedir esta iniciativa o desinformar sobre sus resultados?
El pueblo tiene derecho a constatar, continuamente la honestidad y corrección del poder judicial, no porque se ponga en duda, sino porque lo delicado y complejo de su alta función exige la más absoluta transparencia pública, constituyendo además esta autoridad, en democracia, una mandataria de la voluntad popular, a quien debe rendirle cuentas.
Lamentablemente, por falta de información en un lenguaje simple, los reales fundamentos de los avatares de un proceso y el real significado de la consiguiente sentencia suelen permanecer en el más profundo misterio para los no iniciados, quienes, con mucha frecuencia, tienen la sensación, con razón o no, de haber sido víctimas de atroces injusticias legales.
La obligación de transparencia pública hace que en las democracias el ciudadano común tenga derecho a supervigilar las reales actuaciones de todos los servidores públicos desde el presidente de la república de Colombia para abajo.
Imaginemos, por un instante, el inmenso daño que podría hacer un juez venal y la magnitud del atentado a la justicia humana y divina que representaría el favorecer deliberadamente al malvado o culpar al inocente. La posibilidad de que existiera un solo magistrado de dicha condición bastaría para que el sistema fuera investigado a fondo, no por la policía, ni tampoco por los políticos, sino por ciudadanos comunes no comprometidos con ideología política alguna, interesados en divulgar lo descubierto y no en ocultarlo.
Las manipulaciones de la justicia constituirían una falta muy grave si es que el culpable resultara ser un juez o funcionario del poder judicial.
El sistema jurídico incluye también a los abogados, ya que estos deben insertarse en los procedimientos existentes. Este profesional es un intermediario entre el sistema jurídico y el ciudadano que necesita proteger sus derechos y, como tal, posee un poder muy grande sobre la circunstancia vital de las personas. Por lo mismo, debe tener una formación ética irreprochable, ya que constituye el resguardo de la ciudadanía para la correcta aplicación de la ley, habiendo sido autorizado por la sociedad para estos efectos.
Es evidente que, como en todo grupo humano, habrá individuos sobresalientes y otros mediocres o mal dotados para la profesión elegida. De un abogado amigo recuerdo haber escuchado una frase atribuida a un famoso profesor de derecho, que decía: “La piedra angular del derecho es la buena fe, ya que, de existir mala fe el sistema se derrumbaría”.
Si un abogado llegara a actuar con mala fe no sólo atentaría contra un individuo, que podría ser su cliente o el de otro colega, sino que también lo haría contra todo el sistema, constituyéndose en una especie de “enemigo público” del derecho.
Afortunadamente, existen muchos abogados de honestidad a toda prueba, pero podrían existir casos de ciudadanos que, habiendo sido timados por malos juristas, no se atrevieran a reclamar por temor a las represalias.
No constituye esto, ni por asomo una crítica a la profesión, que puede ser muy noble cuando es ejercida como corresponde, sino una denuncia moral de carácter preventivo contra algunos letrados que podrían alcanzar mucho éxito pecuniario alargando innecesariamente los pleitos, mediante el expediente de ponerse de acuerdo con la contraparte.
El hombre común que se sabe inocente de un supuesto delito recurre a un abogado como a un salvador y, si su buena fe resultara vulnerada por el mismo que debe asesorarle, constituiría esto una injuria atroz a la justicia. Una vez más, la transparencia es lo único que puede mantener o restablecer la confianza del ciudadano en su asesor jurídico que, por representarlo en los tribunales, adquiere en la práctica un poder desmedido sobre su cliente.
¿Quién regula el comportamiento ético de los abogados? ¿Ellos mismos o algún organismo externo? Sería una simpleza responder que cualquier irregularidad puede ser denunciada a la justicia, ya que, debido al corporativismo profesional, supongo que es difícil para un jurista acusar a un colega.
Igualmente existen en todos los países algunos abogados muy exitosos, que en realidad no ganan querellas siguiendo el sistema regular, sino mediante influencias que les permiten intervenir para ejercer presiones con el fin de lograr acuerdos, desistimientos o avenimientos, en forma extrajudicial.
También hay malos ejemplos de leguleyos que se manejan continuamente al borde de la ilegalidad, aprovechando resquicios legales para “hacer lo que no se puede” o deshacer lo ya hecho.
Ellos como todos nosotros, ocupan a su debido tiempo el lugar que les corresponde en “la divina comedia”, de acuerdo a la calidad moral de sus actos. Jugar con la ley humana sólo acarrea consecuencias si se es descubierto, pero la ley divina omnisapiente, permanece implacable con quienes pretenden alterar la ley sagrada de la “equivalencia igualitaria”, aplicando siempre el castigo correspondiente a quienes pretenden provocar injusticias en cualquier nivel.
Si un buen abogado puede constituir una bendición para un ciudadano en apuros, no bastarían cien de ellos para borrar el mal que podría hacer uno sólo que llegara a la desviación ética.
LUIS FERNANDO PÉREZ ROJAS Medellín, octubre 3 de 2024